Nunca existieron tantos arquitectos
buenos como ahora. Incluso en Cali. Pero nunca esta ciudad, como muchas otras
en Colombia, estuvo tan necesitada de buena arquitectura. Los pocos pero
brillantes arquitectos, que en los 50 y 60 llevaron a cabo aquí una de las
mejores arquitecturas modernas del país, fueron sacados del mercado por el
sistema Upac y desconcertados por un posmodernismo que no supieron asimilar,
al que siguieron ingenuamente, años después, justo cuando comenzaba a ser
superado internacionalmente. Su formación simplista, dentro del Movimiento
Moderno, los hizo indiferentes a la destrucción del patrimonio urbano y
arquitectónico, llevado a cabo, deliberada y sistemáticamente, con motivo de
los VII Juegos Panamericanos de 1971, para cambiar la imagen de Cali.
Los
que los siguieron, unos renegaron de la arquitectura y se dedicaron a la
política o al simple sociologismo, y otros, tratando de ser planificadores
urbanos e ingenieros viales, concibieron el absurdo plan llamado
(premonitoriamente) Anillo Central, principal responsable del destrozo urbano
de la ciudad. Las protestas, antes y ahora, vienen solo de algunos sectores de
la academia. Los jóvenes, mejor formados y otra vez arquitectos, no han tenido,
por su parte, la experiencia necesaria para revertir estas tendencias. Y
tampoco las posibilidades, pues desde los 70 no se han levantado edificios
significativos, a excepción de la FES y el Banco de la República, que
precisamente ilustran dos maneras de entender la ciudad. Para peor de males, unos
y otros, carecieron de la suficiente ética, formación profesional, sentido
gremial e ideales ciudadanos, para hacerle frente, en los últimos años, a la
avalancha de construcciones generadas por el narcotráfico para lavar dinero.
Por
otro lado, nunca los arquitectos habían tenido tanta injerencia en la
construcción de Cali. En las últimas décadas han estado involucrados, de una
manera u otra, en más de la mitad del total construido, en la que ha sido la
mayor expansión urbana y arquitectónica desde su fundación (paso de medio
millón de habitantes a más de dos, prácticamente en 50 años, se unió con Yumbo
y Jamundí, y se paso a la margen derecha del río Cauca) pero han carecido de un
discurso profesional, especializado y coherente, y de una sólida formación artística
y cultural, que les hubiera permitido aprovechar este boom de la construcción
para dejar una mejor ciudad y una mejor arquitectura, lo que habría redundado
en una mejor calidad de vida en ella.
Pese
a la existencia de muchos buenos arquitectos, la ciudad ha crecido con el
trabajo de innumerables profesionales mal formados. Los muchos buenos
arquitectos que hay hacen pocas obras, la mayor parte pequeñas y nada
simbólicas, que solo permiten (a sus colegas) saber que son buenos arquitectos,
por la sencilla razón de que la ciudad no se hace con excepciones. Es
imperativo un cambio radical en la enseñanza, que les permita a los nuevos
profesionales de la arquitectura afrontar con éxito promotores, ingenieros,
constructores y público en general, cuya obvia falta de cultura arquitectónica
y urbanística los lleva rápido a la arrogancia y el mal gusto, que son los que
priman en las construcciones recientes. La arquitectura, para que sea
nuevamente respetable entre nosotros, deberá volver a estar nutrida de profesionalismo,
especialización, técnica, ética, arte y cultura.
Es
inconcebible que, por ejemplo, los arquitectos desconozcan la nueva ley sobre
sismo resistencia (cuya ignorancia los puede llevar a la cárcel) o su deber
inaplazable de reversar la destrucción del paisaje, el patrimonio y el
ambiente, o de abandonar el uso irresponsable de materiales y energía, o el
urgente de no contaminar. Igualmente, no pueden seguir siendo ignorantes de que
su principal trabajo en el futuro será el reciclaje de las ciudades, edificios
y arquitecturas actuales. Igualmente, no podrán seguir desconociendo la
digitalización creciente de la vida cotidiana y de su practica profesional.
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