Construcciones (grandes o pequeñas,
permanentes o provisionales) y parqueaderos (piratas o ¡autorizados!)
levantados en pleno anden, que lo reemplazan o simplemente lo invaden, dejando
a duras penas el mínimo espacio para pasar de cualquier manera. Es la privatización
de quizás lo único que no se puede privatizar: el espacio urbano público.
Pórticos y antejardines cerrados o incluso construidos (de manera permanente o
provisional) que violan las normas que los autorizaron. Es la privatización del
uso de los espacios urbanos, en los que solamente su propiedad es privada
mientras su uso, aun cuando solo sea el derecho a mirarlos como tales, es
público. Estúpidas construcciones en parques y zonas verdes (¡autorizadas! o
piratas, pequeñas o grandes) que les quitan con su deplorable arquitectura su
razón de ser. Vallas y propagandas en el espacio aéreo de calles y avenidas. Es
la burda privatización del cielo, el paisaje y las vistas de la ciudad; es la
negación del derecho de los ciudadanos a lo bello. Es el robo permanente del
espacio urbano público de la ciudad a espaldas de las autoridades y en las
narices de todos. Pero concluir que es esta una ciudad de ladrones, de
autoridades ineptas y corruptas y de imbéciles que se dejan robar en sus
narices es seguramente equivocado; por lo contrario, posiblemente se trate de
una ciudad de ciegos que se niegan a si mismos el derecho a tener una ciudad
bella simplemente por que no la ven.
La
gente en Cali, y en general en las ciudades colombianas, es insensible a la
belleza de lo urbano, de lo arquitectónico, de lo plástico. Por eso a nadie
parece importarle el robo del espacio urbano público y por eso se tiene una
noción mezquina del mismo. Se escinde en pedazos el paisaje de la ciudad y no
se la ve interactuando con el paisaje natural o el campo circundantes.
Solamente se ve la belleza de la propaganda (si es que la propaganda vulgar de
este país la tiene) mientras se aísla la fealdad de la valla que tapa el cerro
o el atardecer o la noche estrellada. Se ve la belleza de la vitrina o el
almacén pero se ignora la mediocridad del edificio. Se ve la belleza del
automóvil nuevo pero no se ubica la calle horrible por la que circula. Algunos
se preocupan por la belleza de su apartamento pero son indiferentes a la de su
edificio. Si acaso se admira una edificación se la admira como si pudiera ser
independiente de su entorno, con el resultado de que cada vez hay menos
avenidas y calles en la ciudad. Las que quedan están destrozadas, como las de
San Antonio, en donde muy pocos han aprovechado la reglamentación actual que
permite la recuperación de los viejos paramentos (alterados por una sucesión
inverosímil y absurda de "ampliaciones" viales, que jamás se
completaron) con el resultado altamente significativo de que en donde es permitido
y necesario volver a privatizar lo que era privado, esto no sucede.
Característico
de una cultura repetidamente colonizada, se admiran las ciudades bellas que
salen en la TV o en el cine o en las revistas (casi siempre extranjeras) o en
los viajes, pero no se "sufre" con la fealdad extrema de las ciudades
reales en las que aquí se vive. La continuidad de una calle o la coherencia
formal de un barrio, el esplendor de una plaza (poquísimas quedan) son
conceptos tan ajenos a los colombianos como su derecho a circular cómodamente
por andenes amplios, regulares y continuos. Por eso hasta en los centros
comerciales se tugurizan las circulaciones peatonales a las que con frecuencia
se destina a vender lo mismo que los almacenes que las circundan. Es el culto de
lo inmediato, lo individual, lo aislado, lo decontextualizado, en fin: lo
vulgar. Es el culto del carro (que por lo demás la mayoría ni siquiera tiene)
por encima de los ciudadanos. Y desde el carro difícilmente se ve la ciudad:
solo se ven más carros. Únicamente es posible verla caminándola. Por eso la
apropiación de andenes, pórticos, antejardines, parques y zonas verdes es el
robo del disfrute de la ciudad. De la felicidad de vivir. En Cali la vida cada
vez es menos bella.
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