Por ahí han pasado todos los
colombianos al menos una vez en la vida. Une frágilmente las dos cuencas por
las que se conquistó este vasto territorio: Gonzalo Jiménez de Quesada subió el
Magdalena y Sebastián de Benalcázar bajo el Cauca, para encontrarse con Nicolás
de Federman al que tan pocas bolas se le pone tal vez por eso de que los
alemanes todo lo pueden o sino ¿que otra cosa es la Unión Europea que ya tiene
pasaporte común y estrena moneda única mientras que nosotros apenas comenzamos
a finalizar nuestras guerras "fratricidas"?
A
partir de la primera vez que la tranquilidad llegó a la región, a principios
del siglo XVII, tras el final de la Guerra a los Pijaos que adelantara
(exterminándolos) el Presidente Juan de Borja, mucho más de la mitad de la
carga interna o que se exporta o importa en el país, legal o ilegal, comenzó a
pasar por ahí. Después vino la Violencia y la violencia de ahora, pero ahí se
continúa definiendo la Vuelta a Colombia
en bicicleta en medio de bloques de niebla que fuertes rachas de viento empujan
hacia arriba. Las palmas de cera brillan despelucadas trepando por la abrupta
cordillera en las mañanas soleadas y las noches son infaliblemente estrelladas.
Cuando se pasa por su cima, a mucho más de tres mil metros de altura, se tiene
la sensación de haber pasado al otro lado del mundo. Y a veces así es. Por eso
Colombia tuvo que pasar de la mula al avión. El occidente de un lado y el
centro del otro: por el oriente solo pasó Federman y después Bolívar y ahora "solo"
la coca y las Farc.
Las
tractomulas más grandes que se fabrican (seis ejes; 22 ruedas y dos camarotes)
trepan con dificultad, en contravía y pitando, por las curvas mas estrechas,
pronunciadas, peraltadas, pendientes y altas del planeta. Por supuesto periódicamente
se "atraviesan" y como la que inexorablemente viene detrás trata
siempre de no detenerse, so pena de no poder continuar, fácilmente chocan
taponando la carretera totalmente. Los trancones son descomunales: seis u ocho
horas o más; cuatro o seis o más kilómetros embotellados a ambos lados; cientos
de carros, buses, busetas, camiones y más tractomulas: solo pasan motos y
motonetas. Los camioneros se parquean con paciencia. Los buses menos. Las
busetas y sobre todo los carros, especialmente bogotanos o caleños, se
adelantan irresponsablemente; vivos que llaman. Ya nadie puede ni si quiera
devolverse. Algunos, con mayor discreción e inteligencia, mandan un
"explorador" para prudentemente avanzar "posiciones". Como
diría Pambele, definitivamente es mejor estar adelante que atrás.
Aparecen
monjas por todas partes pero nunca hay un cura por si las moscas o van de
incógnito, como a los toros. Afortunadamente ya nadie se marea en estas
carreteras colombianas que son como emocionantes batidoras dignas del mejor
parque de diversiones -y dicen que este país no progresa- pero los papás y
mamás bajan a sus hijos, sobrinos y viejas abuelas a hacer pipí y otras cosas
en la cuneta o, mejor, debajo de las alcantarillas. Rápidamente se acaba la
aguapanela con queso en las casas que acompañan la carretera, listas para estos
menesteres. Hace frío y muchos permanecen en los vehículos pero se pierden el
espectáculo. Todos llaman por sus celulares para que los demás vean que tienen
celular y para decir que están algo atrasados (ingenuos) pero inútilmente pues
casi todas las pilas están agotadas por todas las bobadas que hablaron sin
parar desde antes de salir; o porque los cargadores se olvidaron o no son
compatibles pues siempre es mejor viajar en el carro de otro cuando se trata de
La Línea. A excepción de otros seres extraños pero comunes en este país a los
que les gusta estrenar carro en el trayecto Tunja o Bogotá-Popayán o
Buenaventura (¡es tan bonito y solo son ocho horas!) o viceversa. Por supuesto
es más espectacular pasar por el páramo de Letras con luna llena o por el de
Puracé a cualquier hora; pero eso es en otras carreteras que insisten en cruzar
la cordillera (la "autopista" a Medellín siempre esta cerrada o casi)
y no hay más; o caminos, sería mejor decir. La Línea es La Línea.
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