El hombre, en un esfuerzo por
conquistar la eternidad y asegurar un lugar en el cosmos, da inicio a la
arquitectura. A la tumba se le suman el templo, la fortaleza y el palacio. Las
casas y las villas. Aparece la ciudad y luego los edificios de gobierno, las
cárceles, los mercados... las estaciones, los aeropuertos, los museos y los
centros de servicios (convenciones, exposiciones, comercio, etc.) En fin, las
unidades de vivienda. Por eso, los edificios -como recuerda Walter Benjamin- han
acompañado a la humanidad desde el inicio. En la medida en que la necesidad de
alojamiento es permanente, la arquitectura no se ha interrumpido nunca, a
diferencia de otras artes que han aparecido y desaparecido después. Como
tampoco se ha detenido el crecimiento de las ciudades, sin las cuales seria
imposible la vida hoy. La arquitectura (y la ciudad) en palabras del famoso
arquitecto italiano Aldo Rossi, es connatural a la formación de la civilización
y un hecho permanente, universal y necesario, que busca un ambiente más
propicio para la vida al tiempo que una intencionalidad estética. Íntimamente
relacionada con la sociedad y la naturaleza, es diferente y tiene una
originalidad con respecto a todo otro arte o ciencia.
La
arquitectura y la ciudad deben ser construibles y habitables, y artísticas, es
decir, significativas, emocionantes y evocadoras. Los edificios no existen
solos sino que conforman espacios urbanos públicos con sus vecinos. Calles y
plazas, en la ciudad tradicional, e informes zonas verdes o libres, cruzadas
por vías, en la actual. Antes, solo se destacaban los monumentos fueran
edificios o espacios urbanos. Hoy, debido al acelerado y reciente desarrollo de
materiales y sistemas constructivos, las formas arquitectónicas han cambiado tanto
y, sobre todo tan rápido, que se acabó la homogeneidad de los barrios e incluso
la de las propias calles. Ahora las ciudades están conformadas por un sinnúmero
de edificios de todos los tamaños, funciones, formas y colores, cambiando la
unidad, que las identificaba, por el aburridor caos de los suburbios, común
ahora a casi todas. Solo se salvan algunos centros históricos diferentes entre
si pues obedecen a lugares con historia, paisaje y clima determinados.
Por
esto la ciudad, en tanto que artefacto, deberá volver a ser más importante que
el edificio, a menos de que este sea un nuevo monumento. Como ya dijo el
historiador y critico norteamericano Lewis Mumford, la ciudad es una obra de
arte colectivo, en tanto el edificio común es apenas un proyecto individual y,
solo pocas veces, también una obra de arte. En las partes modernas de la ciudad
casi todo pretende ser monumental; ya no hay un coro con solistas sino enormes
algarabías, que, en el caso de las ciudades latinoamericanas, que son tan
grandes y tan nuevas, ahogan sus pequeños y rudimentarios centros históricos,
que en casi todas han sido muy alterados y en algunas, como en Cali, ya
desaparecieron del todo.
La
arquitectura, expresión colectiva e individual, es, con la lengua, la mayor
manifestación de una cultura. De cada época y de siempre, de cada lugar y de
todos los lugares. Mientras no cambien las leyes físicas que regulan la
construcción y uso de los espacios arquitectónicos y urbanos en el planeta, y
la especie humana no sufra una mutación, es posible pensar que -parafraseando
al conocido lingüista Noam Chomsky cuando afirma que los niños no aprenden a
hablar sino que saben hablar, igual que los pájaros que no aprenden a volar
sino que saben volar- el hombre sólo puede construir, usar y disfrutar unos
pocos tipos de espacio construido. Pero a partir de ellos ha podido, mediante
su creatividad y la transculturación, crear toda la maravillosa arquitectura de
las ciudades que conocemos. Así, hacer buena arquitectura hoy no es más que,
como siempre, hacer modernizaciones que permitan nuevas maneras de percibir y
disfrutar las arquitecturas y las ciudades. Ciudades que tienen que conjugar
necesariamente lo moderno con lo premoderno en ese palimpsesto que son ahora
las ciudades, y, cada vez, más los edificios.
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