El tío Petros dice en la deliciosa
novela de Apóstoles Doxiades, hablando de la famosa Conjetura de Goldbach, que a veces las cosas
parecen sencillas sólo en retrospectiva. Ahora que las hemos destruido se
volvió elemental y fácilmente visible que lo que hacía bella la ciudad
tradicional eran sus sencillas pero contundentes calles.
Son
tantas las barbaridades que muchos de los que tienen que ver con el espacio
urbano público cometieron, o dejaron cometer, que se concluye que fueron
víctimas de una epidemia de ceguera. Cómo explicar de otra manera que
permitieran esa terrible perversión de los balcones que son los voladizos,
responsables de la destrucción de numerosos paramentos, defendiéndolos como
protectores de los peatones sin ver que invadían taimadamente el espacio
público movidos por la más elemental codicia. Su más abominable vulgarización,
avanzar un poquito en cada piso, acabó con las calles de muchos barrios y
pueblos. Pero lo de verdad terrible fue que dejaron que predios que antes albergaban
una familia pasaran a recibir 5, 10 o 20 apartamentos sin la más mínima
modificación de calles o servicios, permitiendo, para rematar, enormes culatas
con la disculpa de que otro edificio terminaría por taparlas. Más que ciegos
fueron cuando cambiaron los paramentos reales por líneas virtuales que solo
significan un limite que se puede violar interpretando las normas o pagando.
Pero la hecatombe final fue el remedio definitivo que vieron para esta
destrucción de la ciudad existente: ¡más destrucción! ampliar las calles para
volverlas vías mediante el retroceso de las líneas de paramento. Pese a que en
más de medio siglo ninguna calle se amplio de esta manera se sigue aplicando esta nefasta norma que lo
único que ha dejado son innumerables muelas en las calles de la ciudad. La
miopía total.
La ciudad debe reconstruirse a partir
de volver a valorar sus calles que son su espacio público por excelencia, que
la estructuran y dan forma, sentido y significado. Desafortunadamente se ignoró
por mucho tiempo que son las construcciones las que las conforman, y que además
de habitables, deben ser significativas, emocionantes y evocadoras. Hay que
recuperarlas principiando por el centro tradicional de la ciudad, al que
confluyen todos sus habitantes y sigue siendo su parte más alegre, divertida,
animada, concurrida y hasta bonita, aun cuando lo sea a pedazos, pero que es la
más amenazada por los carros y en donde más equivocaciones se han cometido. Hay
que darle una nueva imagen y esto es un reto, pero no desconocido ni imposible:
abundan los buenos ejemplos. La mayoría de sus calles podrían tener solo dos
carriles y darle toda la superficie sobrante a los estrechísimos andenes que
hoy existen, y semaforisarlas dándole
prioridad a la gente sobre los carros. Su capacidad para el transito no
disminuiría pues está determinada por su ancho mínimo existente y por lo
contrario el orden aumentaría su efectividad. Por ejemplo, en la Calle 9ª se
circula con eficiencia y tranquilidad precisamente por que con solo dos carriles a todo su largo mantiene una velocidad
uniforme ya que no presenta cuellos de botella, al contrario de su par vial, la
8ª, que varía de dos a cinco. Los buses, que son otra de las fuentes del pésimo
trafico de Cali, solo deberían circular por las vías tangentes al centro en las
que tendrían carriles especiales. Los nuevos andenes, amplios, arborizados y
regulares, serían altos para que solo precisen de bolardos en las esquinas en
donde suaves rampas bajarían a las calzadas. Los vendedores tendrían espacios
propios en las áreas recuperadas en donde al tiempo que estén al lado de los
peatones no interfieran su paso, y pagarían derechos de ocupación del espacio
público. Todo esto por supuesto ya está inventado como también lo están las
normativas que producen paramentos continuos, sin voladizos de lado a lado, que
empatan con lo existente y mantienen alturas uniformes por sectores.
Ojalá que los que ahora tengan que ver con el espacio
urbano publico en Cali al final vuelvan a ver (en retrospectiva) como en la
estupenda novela "Ensayo sobre la ceguera " de Saramago. Están a tiempo: todavía nos
queda que mirar.
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