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Vida y muerte. 30.11.2000


El 23 de noviembre se inauguró en Medellín con mucho éxito la XVII Bienal Colombiana de Arquitectura. Muchas obras de calidad, varias conferencias, algunas exposiciones y un magnífico libro que no solo recoge lo presentado a la muestra sino textos de los más destacados críticos e historiadores del país sobre su arquitectura y sus ciudades en el último siglo.
          El Premio Nacional de Arquitectura, que no solo es para edificios o arquitectos sino también para historiadores, críticos y maestros y en general para hechos significativos para la arquitectura y las ciudades colombianas, fue en esta oportunidad entregado, con gran acierto por parte del jurado, al programa de parques de la Alcaldía Mayor de Bogotá en cabeza de Enrique Peñalosa. Fue un elocuente reconocimiento a la arquitectura de la ciudad, a la vida ciudadana, a la vida. A la importancia de las ciudades, de la calidad de vida en las ciudades. Un premio al hecho de que las cosas se cambian más rápido con votos que escogen y seleccionan que con balas que matan. Desafortunadamente el Premio Fernando Martínez Sanabria, premio al diseño, se dio no a la muy respetable arquitectura de la muerte (la arquitectura se inicia con la tumba y no con el templo y menos aún con el palacio) si no al negocio de la muerte.
          En el Cenizario de Medellín las cenizas de los muertos no reposan en paz: hay demasiado ruido, demasiada luz, demasiada frivolidad y falta mucha intimidad, mucha sacralidad y mucha verdad: ahí lo único que parece muerto es el edificio mismo pese a todos los trucos de revista para que parezca vivo. Pero la arquitectura de la muerte es asunto serio: si no de muertos si de viejos: de arquitectos con mucha experiencia, capaces de haber enterrado el edificio para lograr todo lo que le falta y conservar también la bella vista que sobre la ciudad y el valle a lo lejos tenía el sencillísimo atrio de la buena iglesia que hace muchos años se levanto ahí, y que había que respetar simplemente por estar antes y estar bien; capaces de haber conservado parte del bosque que allí había. Arquitectos de esos que practican el arte de saber construir: si algún edifico tiene que perdurar es la tumba, más que la vivienda que tiene que seguirle los pasos a una vida que ineludiblemente conduce al cambio. Que pensarán los muertos  de este cenisario al que desde las rendijas de sus urnas baratas y como de mentiras ven como se manchan mal sus muros, caen peligrosamente sus enchapes y envejecen feo sus pasadizos tontos de vidrio; ni siquiera pueden ver como se oxidan con el tiempo sus fierros artificiosos pues lo están de antemano, y sin duda tendrán temor de esas juntas de construcción posteriores a la arquitectura del edificio que se abren evidenciando la falsedad de su horizontalidad de moda. ¿Y que decir del imperdonable error de debilitar con inútiles tramos planos el fuerte efecto que prometía la rampa de sus dos niveles, talentosamente acorde con el hecho comprobado de que los muertos no caminan y sus dolientes lo deben hacer al menos con atención?
          La prueba reina del desacierto del edificio premiado es que sus dueños -que no son sus muertos ni dolientes- lo están tugurizando con más urnas para hacer mas rentable su negocio, circunstancia que no podían saber unos jurados a los que les son desconocidas las vidas de los edificios que juzgan muertos en las fotografías tramposas (como suelen ser las "buenas" fotografías de edificios) que les entregan. Duele que arquitectos con indudable futuro no se den cuenta de que les falta tanto pasado; ojalá el premio nos los confunda más y al contrario los haga reflexionar. Mientras las bienales sean como reinados de belleza con frecuencia se escogerán errores por sus efectistas reclamos estéticos logrados con silicona. Estos eventos deben ser para orientar nuestra desorientada arquitectura pues la mayoría de sus profesionales han abandonado a su mala suerte a nuestras ciudades, tan necesitadas de coros pero tan llenas de solistas autoproclamados. La solución es conocida: los entendidos (muchos) proponen obras que conocen bien, y entre todos seleccionan finalistas que puedan ser "vividas" con tiempo por un jurado que podrá considerar su historia y las razones por las que fueron propuestas.

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