Preside las salas de espera de
aeropuertos, terminales de buses, consultorios y hasta los vestíbulos de
algunos bancos; y no está en las estaciones del ferrocarril por la sencilla
razón de que ya no hay trenes de pasajeros. Está presente, eso si, y sin falta,
en los restaurantes malos y regulares; y algunos que podrían ser buenos prefieren
no serlo a no tenerla. Está también, obviamente, en todas las cafeterías.
Incluso en las de las universidades.
Pierre
Bourdieu dice (Sobre la televisión., 1996) que pone en peligro la producción
cultural. Que incita a la dramatización (como se pudo comprobar en el terremoto
de Armenia) con el peligro de que puede -con la autoridad que se le ha
conferido- hacer creer lo que muestra, y de que está orientada, cada vez más,
hacia temas para todos los gustos que no plantean problemas. Sus programas
están entreverados de propaganda y otras formas institucionalizadas de la
mentira a las que estamos tan acostumbrados que, como lo advirtió Konrad
Lorenz, hemos desarrollado una peligrosa tolerancia hacia sus promesas vacías y
verdades a medias. Además, como lo señaló Federico Fellini hace años, su pésima
calidad de imagen y sonido y su formato casi cuadrado dañan el gusto. En fin,
una TV obligatoria, la de cafeterías y salas de espera, en la que jamás pasan
esos programas internacionales de los que hablan tan bien los que la defienden.
Por lo contrario, la mayoría de su programación es solo violencia o banalidad
sin sentido ni propósito ni gusto, en la que actores de envidiable belleza
"viven" toda clase de aventuras y situaciones que tienen lugar en paisajes
espectaculares, ciudades hermosas y limpias, calles bellas y edificios bonitos,
que contrastan esquizofrénicamente con nuestra maltrecha realidad.
Por
todo esto será que muchos ya no le ponen bolas a esos feos e hinchados
televisores de contrabando que cuelgan en cafeterías, restaurantes malos,
aeropuertos, terminales, consultorios y universidades, a los que no se les
puede cambiar de canal y ni siquiera bajar de volumen y mucho menos apagar.
Cada uno tiene su respectivo cinturón de castidad o su ángel de la guarda para
que no los toquen y así puedan volver obligatorio el ruido de fondo de una TV
que pocos miran ya que ni siquiera pueden hacerlo bien pues justamente no están
en salas apropiadas. Se ponen allí, en lugares públicos, para distraer a la
gente e informarla, nos dicen, pero lo único que logran es perturbar la
conversación informal propia de una cafetería, o dificultar la introspección o
la lectura o la emocionante relación entre desconocidos que se pueden dar en
una sala de espera. ¿Distraerla? ¿Informarla? Propósitos supuestamente bien
intencionados que no lo son tanto y que evidentemente no se cumplen.
¿Como puede alguien pensar seriamente
que ver una película incompleta es distraerse? ¿Es serio pensar que ver pedazos
de telenovela puede ser una distracción deseable para un estudiante
universitario al que, se supone, se quiere transformar en un profesional
integro y culto? Si se trata de distraer ¿por que no se ponen salas de música y
videotecas? Si se trata de informar ¿como puede alguien concentrarse seriamente
en las noticias mientras almuerza? ¿Como puede alguien almorzar bien mientras
ve mal las noticias malas de este país? ¿Por qué en las universidades no se
ponen salas de prensa en donde se puedan ver diferentes noticieros y no el que
alguien escogió por todos? ¿O es que se puede tener información seria sin tener
diversas fuentes comparables?
Es
la TV obligatoria, mala e inútil. Por eso nadie la ve de verdad pero toca a
todos soportar su ruido detestable y obligatorio en universidades, aeropuertos,
terminales, bancos y consultorios. Por supuesto no faltan los que están de
acuerdo con el "acompañamiento" de la TV: son los que prefieren estar
"acompañados" más por su ruido que por la gente. Que lo estén en sus
casas y que se hagan espacios para ellos, como se hacen para los fumadores.
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