Regresar a Colombia es casi siempre
volver a lo verde. Imposible no emocionarse sobre todo si se regresa de esa
enorme, sola, variadísima, caliente o fría en extremo y extraordinariamente
bella región semi desértica que abarca el norte de México y el sur oeste de
Estados Unidos. Es volver a las montañas, la niebla, las nubes, las
tempestades, el agua, la lluvia, la humedad, la precocidad, la sensualidad y la
exuberancia. Al tiempo que no pasa. ¿Hasta cuando? En el Museo de Ciencias
Naturales de Nueva York hay un terrible aún cuando pequeño aviso rojo al lado
de la representación asombrosa (con sonido, humedad y todo) de un bosque
tropical: al ritmo actual de destrucción de estas extensísimas selvas, que
todavía hoy dan la vuelta al planeta por su franja ecuatorial, no quedara
ninguna en treinta años. ¿Nos tocará morir viendo esta calamidad -si es que no
nos ha matado antes- cuyo curso no hemos querido mirar?
Los autores materiales de este desastre ecológico son entre nosotros los minifundios de sobrevivencia que obligan a los campesinos a recolectar leña para procurarse calor, la formación de fincas abriendo potreros y campos de siembra y la explotación incontrolada de maderas no cultivadas; pero también lo son las centrales hidroeléctricas, el creciente cultivo de coca y amapola, que por estar tontamente prohibido se hace escondido en las selvas, y la voladura de oleoductos por parte de la guerrilla. ¿Y los autores intelectuales? Son los
dirigentes de esta sociedad, políticos o no, que asisten impávidos al
crecimiento explosivo de su población escudados en una hipócrita interpretación de la religión
mientras saquean el erario y destruyen lo que de ciudades tenían muestras
ciudades, y una subversión a la que jamás se le ha pasado por la mente las
ciudades ni los problemas ecológicos y de población del planeta y que confunde
la justicia social con la ruralización del país, enloquecida como Arturo Cova
por la selva y tragada cada vez mas por la vorágine de sus contradicciones
tanto que, en contravía a todo, insiste en decir que lucha por un pueblo que le
ha dicho perentoriamente que no más, y que más que castigo lo que necesita es
urgente ayuda sicológica.
Habría
que educar a medio país en menos de una generación. Si los jóvenes votaran
decidirían las elecciones, y posiblemente votarían mejor. Y deberían hacerlo pues
si bien muchos moriremos de viejos en los próximos treinta años ellos apenas
comenzaran a ser adultos, si no los han matado antes, y difícilmente
sobrevivirán para gozar la extraordinaria belleza de los muchos desiertos en
que se habrá transformado este verde país si no se hace algo ya. ¿Como abrirles
los ojos o al menos que los aparten por un momento de la TV y las imágenes de
las revistas ? ¿Como educarlos para la vida aquí y no en el más allá?
Elegir
mejores gobernantes y especialmente quitar sin violencia los malos y reelegir a
los mejores, es tener dirigentes que no solo no se roben todo o lo repartan con
espíritu clientelista, sino que entiendan
que la ecoeficiencia de las ciudades y edificios, establecimientos
agropecuarios y fabricas no es un capricho de algunos científicos, y la
urbanidad un problema de buenas maneras sino también de convivencia digna,
creativa y gratificante en las ciudades. Las de verdad, liberan, civilizan,
educan, recrean y abren los ojos. Y las teníamos y no pocas: ciudades blancas o amarillas en medio de variados e intensos verdes. Es cuestión de vida o muerte detener de inmediato su estúpida degradación (debida a la búsqueda de una imagen moderna identificada con viaductos para carros particulares, vacías zonas verdes, que no parques, "torres" para lo que sea y centros de servicios, comercio, habitación etc.) e iniciar de inmediato su actual, económica y ecoeficiente recuperación. La ciudad históricamente ha sido y es el escenario de la cultura; como añadió Lewis Mumford, es la máxima concentración del poderío y la cultura de una comunidad. No es solo un conjunto de casas habitables, sino un espacio para lo público, como dijo por su parte Ortega y Gasset. De ahí que ciudad, democracia y calidad de vida vayan juntas. Y las posibilidades de sobrevivencia, por supuesto.
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