Dice Carlos Fuentes en
su último libro, en el que recoge pequeños ensayos (En esto creo, 2002), que la
belleza sólo le pertenece al que la entiende, no al que la tiene. Este hecho,
precisamente, fue el que dio pie a la radical afirmación que Sir Ernest Gombrich hizo en 1949 en su famosísima
Historia del Arte: " No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay
artistas." Por eso la artesanía, por más bella que sea, no es arte y lo mismo
pasa con la bellísima naturaleza que lo es apenas en la mirada culta que la ve.
Dice Fuentes, también, y con razón, que la belleza visual es pobre si se
excluye la prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo y lo olfativo.
Y
si que es cierto en edificios y ciudades. Kenneth Frampton, entre otros, ha
señalado nuestra capacidad de leer los ambientes a través de diferentes
sentidos, además de la vista (Anti-tabla rasa: por un regionalismo crítico,
1986). Hay sensaciones no sólo visuales, sino táctiles, auditivas y hasta
olfativas, muy ricas, que dependen de los efectos plásticos de los materiales,
de la manera como están dispuestos y del punto de vista, siempre en movimiento,
del observador. Lo táctil, por ejemplo, se relaciona intensamente con la
percepción del espacio de los recorridos,
donde los cambios de piso predisponen a experiencias diferentes. La
intimidad, la frescura y la penumbra de los interiores, contrasta fuertemente
con la amplitud, el resplandor, los sonidos y los olores de los exteriores.
Como
dijo Alain, "la arquitectura es como el molde en hueco de las ceremonias.
De ahí que ejerza sobre el cuerpo humano un poderoso efecto dominador como una
especie de vestidura invencible. Primero por la masa, por los caminos y desvíos
impuestos. Más sutilmente debido al eco, que aumenta nuestros pasos y palabras.
Sobre todo por los cambios de perspectiva, reveladores de nuestros menores
movimientos. […] La arquitectura invita
así al movimiento y al reposo; al movimiento
regulado y al reposo regulado"
(Veinte lecciones sobre las bellas artes, 1952). Y en la ciudad es
parecido pero a otra escala y con un nuevo ingrediente: el paisaje, que se
vuelve urbano, construido, cuando se lo ve como parte de la misma, cosa que no
ven nuestros ecologistas y tal vez por eso no se hacen oír cuando la publicidad
invade en sus narices parques, calles y cielos.
Abundan
las miradas a Cali pero son escasas las que la ven, sienten, oyen y huelen.
Pocos vieron la ciudad que se demolió en aras de una modernización que se
identificaba con el progreso y era alimentada por la codicia y el complejo de
no ser modernos. Nadie quiso mirar lo que se construyo después nutrido por el
narcotráfico y orientado por modas ya pasadas de moda como correspondía a su
ignorancia. Ya ni siquiera nos interesa la invasión del espacio publico por los
carros y la publicidad; los que podrían hacer algo, están montados en ellos y
autorizan, financian o compran las mentiras que allí se anuncian. Nadie oye el
ruido permanente de los caleños. Nadie huele la fetidez que nos llega de las
industrias de Yumbo y a la salida del aeropuerto. Nadie siente la aspereza de
sus calles y sus andenes estrechos y maltrechos. Aquí, tal parece, no hay
artistas que orienten esa obra de arte colectivo que son las ciudades, como
dijo de ellas Lewis Mumford hace décadas
(La Cultura de las Ciudades, 1938).
Los
intelectuales entre nosotros lo ha sido primordialmente de la palabra: miran
pero no ven, y si Marta Traba nos enseño a entender la pintura moderna, para que
la pudiéramos ver, nadie nos ha enseñado todavía a ver la ciudad, oírla y
tocarla. Hace falta un nuevo Jorge Isaacs -que miro magistralmente el valle del
Cauca, como se puede "leer" en las bellas fotografías de Sylvia
Patiño en la interesante edición de María que hizo recientemente- para que nos
enseñe a mirar a Cali: solo así lo que queda de su belleza nos pertenecerá. Y
no es que sea poco pero si ni siquiera la miramos, nunca la veremos.
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