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150 Miradas que no ven. 27.06.2002


Dice Carlos Fuentes en su último libro, en el que recoge pequeños ensayos (En esto creo, 2002), que la belleza sólo le pertenece al que la entiende, no al que la tiene. Este hecho, precisamente, fue el que dio pie a la radical afirmación que Sir Ernest  Gombrich hizo en 1949 en su famosísima Historia del Arte: " No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas." Por eso la artesanía, por más bella que sea, no es arte y lo mismo pasa con la bellísima naturaleza que lo es apenas en la mirada culta que la ve. Dice Fuentes, también, y con razón, que la belleza visual es pobre si se excluye la prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo y lo olfativo.


          Y si que es cierto en edificios y ciudades. Kenneth Frampton, entre otros, ha señalado nuestra capacidad de leer los ambientes a través de diferentes sentidos, además de la vista (Anti-tabla rasa: por un regionalismo crítico, 1986). Hay sensaciones no sólo visuales, sino táctiles, auditivas y hasta olfativas, muy ricas, que dependen de los efectos plásticos de los materiales, de la manera como están dispuestos y del punto de vista, siempre en movimiento, del observador. Lo táctil, por ejemplo, se relaciona intensamente con la percepción del espacio de los recorridos,  donde los cambios de piso predisponen a experiencias diferentes. La intimidad, la frescura y la penumbra de los interiores, contrasta fuertemente con la amplitud, el resplandor, los sonidos y los olores de los exteriores. 


          Como dijo Alain, "la arquitectura es como el molde en hueco de las ceremonias. De ahí que ejerza sobre el cuerpo humano un poderoso efecto dominador como una especie de vestidura invencible. Primero por la masa, por los caminos y desvíos impuestos. Más sutilmente debido al eco, que aumenta nuestros pasos y palabras. Sobre todo por los cambios de perspectiva, reveladores de nuestros menores movimientos. […]  La arquitectura invita así al movimiento y al reposo;  al  movimiento  regulado y al reposo regulado"  (Veinte lecciones sobre las bellas artes, 1952). Y en la ciudad es parecido pero a otra escala y con un nuevo ingrediente: el paisaje, que se vuelve urbano, construido, cuando se lo ve como parte de la misma, cosa que no ven nuestros ecologistas y tal vez por eso no se hacen oír cuando la publicidad invade en sus narices parques, calles y cielos.


          Abundan las miradas a Cali pero son escasas las que la ven, sienten, oyen y huelen. Pocos vieron la ciudad que se demolió en aras de una modernización que se identificaba con el progreso y era alimentada por la codicia y el complejo de no ser modernos. Nadie quiso mirar lo que se construyo después nutrido por el narcotráfico y orientado por modas ya pasadas de moda como correspondía a su ignorancia. Ya ni siquiera nos interesa la invasión del espacio publico por los carros y la publicidad; los que podrían hacer algo, están montados en ellos y autorizan, financian o compran las mentiras que allí se anuncian. Nadie oye el ruido permanente de los caleños. Nadie huele la fetidez que nos llega de las industrias de Yumbo y a la salida del aeropuerto. Nadie siente la aspereza de sus calles y sus andenes estrechos y maltrechos. Aquí, tal parece, no hay artistas que orienten esa obra de arte colectivo que son las ciudades, como dijo de ellas Lewis Mumford hace décadas  (La Cultura de las Ciudades, 1938).


          Los intelectuales entre nosotros lo ha sido primordialmente de la palabra: miran pero no ven, y si Marta Traba nos enseño a entender la pintura moderna, para que la pudiéramos ver, nadie nos ha enseñado todavía a ver la ciudad, oírla y tocarla. Hace falta un nuevo Jorge Isaacs -que miro magistralmente el valle del Cauca, como se puede "leer" en las bellas fotografías de Sylvia Patiño en la interesante edición de María que hizo recientemente- para que nos enseñe a mirar a Cali: solo así lo que queda de su belleza nos pertenecerá. Y no es que sea poco pero si ni siquiera la miramos, nunca la veremos.



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