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Apatía. 07.02.2002


A la manera de ese personaje sorprendente, bello, tierno y muy erótico de la última novela de Umberto Eco, Hipatia (no el único pero sí el verdadero amor de Baudolino), que vivía feliz porque los suyos cultivaban la apatía, los caleños, igual que ella, sufrimos de esa "impasibilidad del animo" que dice el DRAE. Como si estuviéramos en las tinieblas de la Abcasia del libro, que no dejaban ver nada, no vemos ni siquiera los portentos de nuestra ciudad. Así, de lo único que nos quejamos es de su envidiable clima, y lo primero que se nos ocurre al caer la tarde, cuando la fresca brisa que baja de la cordillera arrecia y el cielo se pone dorado y después azul profundo, es atiborrarnos en carros, buses, busetas y camperos para llegar a la casa a ver menticieros y telebovelas nacionales, ignorando la posibilidad de la más feliz de las "happy hour" imaginables.
          Nadie ve tampoco sus maravillosos cerros ni su bellísimo río que hasta cantó un poeta que por supuesto no era de aquí. Por eso será que nos tienen que "alegrar" nuestros edificios con colorinches que nos deben saber rico pues son pasteles, o que nos los tapan con vallas y enjambres de antenas para que no veamos su feura, o que nos siembran altísimos postes en sus patios y antejardines con enormes publicidades que nos anuncian a todos maravillas, sin importar que no lo sean ni que la gran mayoría no pueda adquirirlas, pero que poco a poco invaden el espacio público y nuestra intimidad, cercando la ciudad con un horizonte de mentiras que se iluminan de noche distrayéndonos de la mugre, la decidía y el mal gusto que la carcomen.
          Será pues por "dejadez, indolencia, falta de vigor o energía" que los caleños reiteramos alegremente que somos muy pero muy felices pese a que carecemos de las bibliotecas, colegios, parques, plazas, ciclorutas, andenes anchos, sencillos, continuos y planos, un buen sistema de transporte masivo y el inicio de una educación ciudadana con las que hasta Bogotá ya cuenta. Por eso no nos importa tampoco no poder caminar con placer por nuestras calles ni cruzar con seguridad sus esquinas, ni manejar sin peligro ni sobresaltos al tener que adivinar semáforos dañados o demarcaciones medio borradas en el pavimento donde se confunden cuando las hay con las que se eliminaron hace años, ni que no podamos irnos en paz a Popayán, Buenaventura, Bahía Solano y la Carretera al Mar, o cabalgar en el bello piedemonte de la Cordillera Central.
          A diferencia de los ciegos abcasios de Umberto Eco, nada oímos tampoco; ni siquiera cuando el ruido de esta ciudad ruidosa se vuelve estruendo en las que llamamos celebraciones: los abominables triunfos del América, las salvajes cabalgatas, el fin de año de borrachos, pólvora y muertos, los gritones "nuevos" cultos, los vulgares "estaderos" de la Sexta, las ridículas "tascas", las fiestas escandalosas e interminables de los vecinos. Oímos, sí, pero sin que nos importen, los diálogos tramposos e inacabables del país: la paz, Emcali, el transporte masivo. Leemos astrólogos, futurólogos y politiqueros pero no nos conmovemos con la demolición sistemática de nuestro patrimonio arquitectónico, ni por que perdamos el hipódromo, la Sinfónica, La Tertulia o el Teatro Municipal, o no tengamos un centro de convenciones.
          "Escribir es la única manera de distanciarse del siglo en el que le cupo a uno nacer," escribía Nicolás Gómez Dávila; y, en Cali, de la ciudad que nos tocó vivir. Por supuesto es posible refugiarse en algunos de sus barrios que todavía son amables, como San Antonio, o exiliarse en sus aún idílicos alrededores o recorrer su despelotado pero divertido Centro. Incluso es posible oír pájaros en la madrugada y, si se miran, ver los cerros, el río, el atardecer y el cielo estrellado o no, o, ignorando la contaminación visual, concentrase en los provocadores torsos semidesnudos de las caleñas que sí saben aprovechar su clima. Pero la verdad es que, como alguien dice con gracia, para poder vivir aquí (sin apatía) hay que irse cada vez que se pueda.


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