A la manera de ese
personaje sorprendente, bello, tierno y muy erótico de la última novela de
Umberto Eco, Hipatia (no el único pero sí el verdadero amor de Baudolino), que
vivía feliz porque los suyos cultivaban la apatía, los caleños, igual que ella,
sufrimos de esa "impasibilidad del animo" que dice el DRAE. Como si
estuviéramos en las tinieblas de la Abcasia del libro, que no dejaban ver nada,
no vemos ni siquiera los portentos de nuestra ciudad. Así, de lo único que nos
quejamos es de su envidiable clima, y lo primero que se nos ocurre al caer la
tarde, cuando la fresca brisa que baja de la cordillera arrecia y el cielo se
pone dorado y después azul profundo, es atiborrarnos en carros, buses, busetas
y camperos para llegar a la casa a ver menticieros y telebovelas nacionales,
ignorando la posibilidad de la más feliz de las "happy hour"
imaginables.
Nadie ve tampoco sus maravillosos cerros ni su bellísimo
río que hasta cantó un poeta que por supuesto no era de aquí. Por eso será que
nos tienen que "alegrar" nuestros edificios con colorinches que nos
deben saber rico pues son pasteles, o que nos los tapan con vallas y enjambres
de antenas para que no veamos su feura, o que nos siembran altísimos postes en
sus patios y antejardines con enormes publicidades que nos anuncian a todos
maravillas, sin importar que no lo sean ni que la gran mayoría no pueda
adquirirlas, pero que poco a poco invaden el espacio público y nuestra
intimidad, cercando la ciudad con un horizonte de mentiras que se iluminan de
noche distrayéndonos de la mugre, la decidía y el mal gusto que la carcomen.
Será pues por "dejadez, indolencia, falta de vigor o
energía" que los caleños reiteramos alegremente que somos muy pero muy
felices pese a que carecemos de las bibliotecas, colegios, parques, plazas,
ciclorutas, andenes anchos, sencillos, continuos y planos, un buen sistema de
transporte masivo y el inicio de una educación ciudadana con las que hasta
Bogotá ya cuenta. Por eso no nos importa tampoco no poder caminar con placer
por nuestras calles ni cruzar con seguridad sus esquinas, ni manejar sin
peligro ni sobresaltos al tener que adivinar semáforos dañados o demarcaciones
medio borradas en el pavimento donde se confunden cuando las hay con las que se
eliminaron hace años, ni que no podamos irnos en paz a Popayán, Buenaventura,
Bahía Solano y la Carretera al Mar, o cabalgar en el bello piedemonte de la
Cordillera Central.
A diferencia de los ciegos abcasios de Umberto Eco, nada
oímos tampoco; ni siquiera cuando el ruido de esta ciudad ruidosa se vuelve
estruendo en las que llamamos celebraciones: los abominables triunfos del
América, las salvajes cabalgatas, el fin de año de borrachos, pólvora y
muertos, los gritones "nuevos" cultos, los vulgares
"estaderos" de la Sexta, las ridículas "tascas", las
fiestas escandalosas e interminables de los vecinos. Oímos, sí, pero sin que
nos importen, los diálogos tramposos e inacabables del país: la paz, Emcali, el
transporte masivo. Leemos astrólogos, futurólogos y politiqueros pero no nos
conmovemos con la demolición sistemática de nuestro patrimonio arquitectónico,
ni por que perdamos el hipódromo, la Sinfónica, La Tertulia o el Teatro
Municipal, o no tengamos un centro de convenciones.
"Escribir
es la única manera de distanciarse del siglo en el que le cupo a uno
nacer," escribía Nicolás Gómez Dávila; y, en Cali, de la ciudad que nos
tocó vivir. Por supuesto es posible refugiarse en algunos de sus barrios que
todavía son amables, como San Antonio, o exiliarse en sus aún idílicos
alrededores o recorrer su despelotado pero divertido Centro. Incluso es posible
oír pájaros en la madrugada y, si se miran, ver los cerros, el río, el atardecer
y el cielo estrellado o no, o, ignorando la contaminación visual, concentrase
en los provocadores torsos semidesnudos de las caleñas que sí saben aprovechar
su clima. Pero la verdad es que, como alguien dice con gracia, para poder vivir
aquí (sin apatía) hay que irse cada vez que se pueda.
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