Lo primero que se recuerda al llegar a
la Biblioteca Virgilio Barco es por supuesto la Calle de los Muertos en
Teotihuacan. Pero también los pequeños valles de la Sabana de Bogotá, cuya
intimidad y recogimiento dan paso a otros eventos. Aquí, ese bello patio de
acceso enterrado (al que no abren puertas ni ventanas ni arcadas: solo dos
vanos contiguos arrullados por el agua y enfrentados a un tercero que da paso a
una sonora cascada) crea una bienvenida pausa al espíritu al entrar o salir del
edificio. Sus volúmenes desaparecen momentáneamente y de la ciudad apenas queda
su fondo casi negro de cerros y encima el cielo azul. Pero no es solo la buena
idea de poner la biblioteca en medio de un parque; el gran acierto del proyecto
de Rogelio Salmona es entrelazarla con sus alrededores, cuyas construcciones
complementarias, plazuelas y senderos se curvan, bajan, suben y esconden
prometiendo sorpresas como de laberinto de enamorados.
Los
espacios al aire libre y los recintos cerrados se complementan. El estudio y la
recreación; los encuentros y la soledad; el movimiento y el reposo; el ruido y
el silencio; lo vecino y lo aparte. Los que leen se ven tentados a ir al parque
y los que caminan sus senderos o trepan las variadas cubiertas del edificio,
llenas de visuales inesperadas, terminan entrando a la biblioteca. Cuando se
resuelvan elementales controles, y tengan sillas, sus usuarios podrán salir a
las estupendas terrazas que prolongan las salas al exterior y llevan el parque
al interior. La asombrosa luminosidad y calidez del interior, sus espacios
continuos pero variados y alegres, y sus vistas al paisaje, logran que su uso
sea muy placentero; y fácil por su sencillo esquema funcional. La parte de los
niños, sin niñerías para niños, es maravillosa. Lo sólido y lo vacío, lo rugoso
y lo lizo, el murmullo y el sigilo y la luz y las sombras se suceden
estimulando sentidos, memorias y conciencias. El agua corre y suena por todos
lados. Con el tiempo los canales, acequias, atarjeas y estanques se oscurecerán
y reflejaran más las variadas, complejas y sugestivas formas del edificio. Sus
siluetas, curvas e inclinadas, como de pueblo en la distancia, aparecen y
desaparecen sutilmente, haciéndolo monumental al tiempo que domestico, variado
y uniforme, serio y juguetón. La construcción asimilará bien las ineludibles
modificaciones futuras y sus materiales pocos, sencillos, nobles y ya probados,
se conservarán bien y su propia belleza evitará bastante los daños del
vandalismo y el descuido.
Aunque
el ingreso principal y los baños sean estrechos y la cubierta del puente
interfiera con la vista a los cerros y se eche de menos que concluya en algo, o
no, la larga simetría de la entrada, y que tal vez la torre del ascensor
hubiera podido ser mas alta; lo que importa, y mucho, es que es una
arquitectura pensada y repensada por años para crear ambientes para la emoción
de la gente y la poesía de la ciudad. Es, de hecho, una respuesta a la guerra.
Este
admirable edificio es, también aquí, la maravilla de esa arquitectura que
florece hace unas décadas por todas partes preocupada, la mejor de ella, por
los diferentes paisajes, climas, tradiciones, gentes, tecnologías y
necesidades. Nunca, desde el Imperio Romano, se hicieron tantos edificios públicos a los que se les
haya dedicado tanto dinero, esfuerzo, entusiasmo o talento. Es el
redescubrimiento de que la arquitectura es la madre de las artes, y la ciudad
la mayor de todas como dijo Lewis Mumford. La arquitectura (más que otras
artes) sí transforma la vida. Lo confirman los nuevos museos, bibliotecas y
centros culturales y de convenciones, las nuevas universidades y colegios, los
nuevos aeropuertos, estaciones y terminales de buses, las nuevas plazas,
parques, avenidas y calles; todos, con mayor o menor fortuna, conformando
ciudades y enalteciendo la vida en ellas, como se puede ver ahora en Bogotá,
gracias a alcaldes soñadores y a un arquitecto inspirado, intenso y
profundamente ético como Salmona.
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