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Desplazados. 30.08.2001


Uno de los más preocupantes efectos del conflicto armado en Colombia -que no es solamente colombiano- son esos miles de campesinos que llegan abruptamente a las ciudades, en donde se suman a ese casi 60% que en el último medio siglo dejaron el campo, ruralizandolas y engrosando en ellas las filas de subempleados, desempleados y delincuentes comunes. Y no es solamente colombiano pues el propósito inútil de impedir el narcotráfico, impuesto por Estados Unidos, no solo desbocó la corrupción en el país y provocó la aparición de los paramilitares, sino que ayudo a la continuidad de la guerrilla, a la que sus enormes ganancias por participar en el, de una manera u otra, le han dado un segundo aire.
          Parte de la solución del problema es la legalización como se ha repetido una vez mas, ésta vez, y muy duro, por The Economist (The case for legalising drugs, 28/07/2001), bajo dos argumentos contundentes: el derecho de los individuos a hacer con su cuerpo lo que quieran, mientras no le causen daño a otros, y el fracaso del Gobierno de Estados Unidos (donde solo el 6 % de la población mundial consume más del 50% de las drogas) en impedir, justamente, que su consumo le haga daño a otros, no solamente a sus propios nacionales sino tambien -y de que manera- a los colombianos, mexicanos, bolivianos, peruanos, afganistanos etc. pese a que las autoridades norteamericanas, del Presidente para abajo, por fin han reconocido públicamente que su demanda interna, más que la oferta externa, es la que fomenta el narcotráfico.
          En Holanda y Suiza, y últimamente en Canadá y Portugal, siguiendo una tendencia hacia su descriminalización (Europe goes to pot, Time, 20.08.2001) la drogadicción es tratada con éxito no como un problema de orden público, como aquí sin éxito, sino de salud pública, similar al tabaquismo y el alcoholismo. Si no se han legalizado las drogas que aun no lo están, como la cocaína y la heroína, derogando las leyes que obligan a perseguirlas, es por el moralismo y por que los bancos norteamericanos, en los que se mueven las enormes ganancias que produce su prohibición, lo ha impedido hasta ahora, como lo ha denunciando Antonio Caballero hace años.
          Su legalización es crucial no solo para la paz del país, al reducirse drásticamente la financiación de la guerrilla, sino para los drogadictos norteamericanos a los que, en lugar de meter a sus proveedores a la cárcel, seria posible ayudarlos médicamente, como se hace con los alcohólicos. Quedarían eso si nuestros muertos; y los desplazados, que difícilmente regresarán al campo, por lo que mas que una reforma agraria, como se pensaba hace medio siglo, lo que se necesita ahora es una reforma urbana, pues demandan urgentemente ciudad, vivienda y transporte público, y educación para que puedan usarlos mejor, y para que aprendan a votar, evitando a los políticos corruptos, y a hacer planificación familiar. Y precisan trabajo.
          Pero las posibilidades de nuevos empleos están comprometidas por la guerra como nunca antes. Y tambien por la miopía y la codicia, como la de esos que querían convertir una de las bellas bahías del Parque Tayrona en un puerto carbonero, nada menos. Pero sobre todo están amenazadas las posibilidades que para el turismo representan justamente los paisajes, climas y biodiversidad del país, especialmente en sus dos costas (hacia donde, entre otras cosas, se esta desplazando la población colombiana) y por supuesto la ventaja tan cacareada de su localización privilegiada. Es un hecho que este tipo de demanda turística es cada vez mayor en el mundo, como lo comprueban los viajeros que pese a todo siguen buscando aquí lo que ya no se consigue en otras partes, y los que insistimos en quedarnos.
          Un mundo posmoderno, super poblado, urbanizado y globalizado, nos guste o no, con todas las ventajas (para aprovechar) y desventajas (para combatir) que esto implica, en el que la guerra ha pasado a ser una manera obsoleta de hacer política y las drogas un tema común. Pero esa es la tragedia de este país: somos aún en muchos aspectos una sociedad premoderna, tanto del lado de la subversión, o lo que queda de ella como tal, como del Estado, débil y sometido desde su inicio.

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