Uno de los más preocupantes efectos del
conflicto armado en Colombia -que no es solamente colombiano- son esos miles de
campesinos que llegan abruptamente a las ciudades, en donde se suman a ese casi
60% que en el último medio siglo dejaron el campo, ruralizandolas y engrosando
en ellas las filas de subempleados, desempleados y delincuentes comunes. Y no
es solamente colombiano pues el propósito inútil de impedir el narcotráfico,
impuesto por Estados Unidos, no solo desbocó la corrupción en el país y provocó
la aparición de los paramilitares, sino que ayudo a la continuidad de la
guerrilla, a la que sus enormes ganancias por participar en el, de una manera u
otra, le han dado un segundo aire.
Parte
de la solución del problema es la legalización como se ha repetido una vez mas,
ésta vez, y muy duro, por The Economist (The case for legalising drugs,
28/07/2001), bajo dos argumentos contundentes: el derecho de los individuos a
hacer con su cuerpo lo que quieran, mientras no le causen daño a otros, y el
fracaso del Gobierno de Estados Unidos (donde solo el 6 % de la población
mundial consume más del 50% de las drogas) en impedir, justamente, que su
consumo le haga daño a otros, no solamente a sus propios nacionales sino
tambien -y de que manera- a los colombianos, mexicanos, bolivianos, peruanos,
afganistanos etc. pese a que las autoridades norteamericanas, del Presidente
para abajo, por fin han reconocido públicamente que su demanda interna, más que
la oferta externa, es la que fomenta el narcotráfico.
En
Holanda y Suiza, y últimamente en Canadá y Portugal, siguiendo una tendencia
hacia su descriminalización (Europe goes to pot, Time, 20.08.2001) la
drogadicción es tratada con éxito no como un problema de orden público, como
aquí sin éxito, sino de salud pública, similar al tabaquismo y el alcoholismo.
Si no se han legalizado las drogas que aun no lo están, como la cocaína y la
heroína, derogando las leyes que obligan a perseguirlas, es por el moralismo y
por que los bancos norteamericanos, en los que se mueven las enormes ganancias
que produce su prohibición, lo ha impedido hasta ahora, como lo ha denunciando
Antonio Caballero hace años.
Su
legalización es crucial no solo para la paz del país, al reducirse
drásticamente la financiación de la guerrilla, sino para los drogadictos
norteamericanos a los que, en lugar de meter a sus proveedores a la cárcel,
seria posible ayudarlos médicamente, como se hace con los alcohólicos.
Quedarían eso si nuestros muertos; y los desplazados, que difícilmente
regresarán al campo, por lo que mas que una reforma agraria, como se pensaba
hace medio siglo, lo que se necesita ahora es una reforma urbana, pues demandan
urgentemente ciudad, vivienda y transporte público, y educación para que puedan
usarlos mejor, y para que aprendan a votar, evitando a los políticos corruptos,
y a hacer planificación familiar. Y precisan trabajo.
Pero
las posibilidades de nuevos empleos están comprometidas por la guerra como
nunca antes. Y tambien por la miopía y la codicia, como la de esos que querían convertir
una de las bellas bahías del Parque Tayrona en un puerto carbonero, nada menos.
Pero sobre todo están amenazadas las posibilidades que para el turismo
representan justamente los paisajes, climas y biodiversidad del país,
especialmente en sus dos costas (hacia donde, entre otras cosas, se esta
desplazando la población colombiana) y por supuesto la ventaja tan cacareada de
su localización privilegiada. Es un hecho que este tipo de demanda turística es
cada vez mayor en el mundo, como lo comprueban los viajeros que pese a todo
siguen buscando aquí lo que ya no se consigue en otras partes, y los que
insistimos en quedarnos.
Un
mundo posmoderno, super poblado, urbanizado y globalizado, nos guste o no, con
todas las ventajas (para aprovechar) y desventajas (para combatir) que esto
implica, en el que la guerra ha pasado a ser una manera obsoleta de hacer
política y las drogas un tema común. Pero esa es la tragedia de este país:
somos aún en muchos aspectos una sociedad premoderna, tanto del lado de la subversión,
o lo que queda de ella como tal, como del Estado, débil y sometido desde su
inicio.
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