Cali es un buen vividero (como dicen
aquí) por su buen clima a lo largo del año, su fresca brisa marina de por las
tardes, sus atardeceres dorados, sus bellos cerros, sus abundantes y
extraordinarios árboles, sus muchísimos y hermosos pájaros y el silencio de
murmullos de sus noches tropicales con o sin luna. No está tan contaminada y
nada es demasiado lejos. La gente es amable y mucho si es conocida, y las
mujeres hermosas, sensuales y variadas, no así los hombres lo que es uno de sus
contrastes.
El ruido, el desorden
visual, el mugre, el abandono, el lumpen y el despelote urbanístico del
subdesarrollo invaden las bellas calles de antes. Las vallas tapan el paisaje.
Con un clima ideal para caminar por amplios y arborizados andenes, no los hay o
están llenos de carros, vendedores y postes, y los caleños no saben caminar por
aceras. Aquí “carro mata gente” y al contrario de las ciudades decentes se
pretende que la “solución” sean agotadores puentes peatonales que con razón
pocos usan. El trasporte masivo es ineficientemente servido por camiones
carrozados y busetas y camperos peligrosos e improvisados, y aunque los taxis
ya no se estorban unos a otros gracias al reciente pico y placa para ellos, son
en general incómodos.
Hay pocos carros en
comparación con ciudades similares pero el transito es agobiante; muchos andan
en contravía, incluyendo la policía, y todos “cortan” las curvas y pitan por y
para todo. En lugar del internacional “prohibido parar” alguien se invento el
“prohibido subir y bajar pasajeros” que desde luego no se cumple y “permite”
parar. Los carriles no coinciden de cuadra en cuadra y todos son de anchos
distintos; cuando existen. El sistema vial (es un decir) tiene muchos
inconvenientes cruces a la izquierda pero en las intercepciones comunes está
prohibido sin necesidad hacerlo, lo mismo que la “U”. Hay que adivinar el
sentido de las vías. En ninguna calle se puede estacionar pues son “parqueadero
exclusivo” de alguien. Los estacionamientos improvisados son tan estrechos que
no se puede abrir la puerta sin golpear al vecino.
La
burocracia es omnipresente. Pagar es complicado y las colas una tortura pues la
gente las hace de mala gana. El recibo único de cuando Emcali era un genio
sonriente se convirtió en varios cobros que llegan en días distintos en
formatos diferentes. Todos los bancos hacen lo mismo pero de distinta manera y
sus chequeras son cada cual un mal diseño diferente. No están de acuerdo ni en
el simple orden de las fechas, incluso en sus propias papelerías, y mientras en
el teléfono o el Internet de unos el uno es para cuentas corrientes en otros lo
es para las de ahorros. El correo ya no lo dejan debajo de la puerta sino que
hay que dar nombre, teléfono y cédula para recibir un extracto en rojo envuelto
en propaganda o la invitación a algo que ya pasó. En todas partes hay que dejar
un “documento”.
Los
malos vecinos (porque aun hay buenos) ponen su música a todo volumen, hacen
fiestas escandalosas hasta la madrugada o dan gritos como de simios en el
zoológico. Parquean mal sus carros en garajes que son también estrechos y con
rampas como de ciudad de hierro. Utilizan los estacionamientos para visitantes
para su propios vehículos, mientras sus amigos bloquean los garajes de los
vecinos. No respetan los reglamentos de propiedad horizontal, remodelan como se
les da la gana y no pagan a tiempo las cuotas de administración; o no pagan.
Sacan sus perros a defecar en los andenes de enfrente y rallan los ascensores.
Falta
mucho urbanismo y urbanidad para que la vida cotidiana en Cali vuelva a ser
digna, agradable y significativa como lo fue hace medio siglo. Pero no
lograremos cambiar nuestra mentalidad tercermundista, provinciana y
autocomplaciente solos, como propone Diego Martínez Lloreda, sino liderados por
un alcalde que como Mockus entienda de educación ciudadana pero también de
arquitectura y urbanismo como lo aprendió Peñalosa. Sin embargo El País puede
comenzar a dar el buen ejemplo eliminando “su” antipático parqueadero
exclusivo: está en plena vía pública.
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