Mohamed Ali, Virrey de Egipto, buscando
el soporte de los franceses, le regaló en 1829 a Carlos X uno de los mellizos
ordenados por Ramenesses II El Grande para presidir los pilonos exteriores del
templo de Luxor, aunque allá dicen (criticando el asunto) que lo cambió por el
reloj de la Mezquita de Alabastro de El Cairo. De 220 toneladas, 25 metros de
altura y 3.300 años de antigüedad, llegó a París cuatro años después, ya en
tiempos de Louis Philipe, junto con dos de las seis estatuas que los
acompañaban. Fue instalado en la Plaza de la Concordia, rebautizada así después
de que El Terror había guillotinado allí 1.343 cabezas a partir de 1793. A
Inglaterra, buen diplomático que era, le dio el llamado “Aguja de Cleopatra”,
del templo de Heliopolis y ordenado en realidad por Tuthmosis III, cuyos 20.88
metros con toda seguridad ocultó a los ingleses, que lo instalaron en Londres
en el Thames Embankment.
El
obelisco, uno de los primeros símbolos de la arquitectura del antiguo
Egipto (R. H. Wilkinson: The Complete
Temples of Ancient Egypt), se originó en la adoración del sol en Heliopolis,
culto que posteriormente se extendió a todo el país. Muy comunes en el Nuevo
Reino, eran de un solo bloque de granito, engalanados con oro y erigidos con
frecuencia por parejas a la entrada de los templos, aunque también los hay en
los ejes centrales de los mismos, con ocasión de los jubileos reales, las
victorias y otros eventos notables, para demostrar la piedad de sus donantes.
Hay varias hipótesis pero no se sabe con certeza como eran levantados.
De los doce grandes que
existen, solo permanecen en Egipto el de Hatshepsut, único en su sitio de los
cuatro que la Reina donó al Gran Templo de Amun en Karnak, de 29.56 metros,
pues dos desaparecieron y el otro está en el suelo; el mellizo que aun preside
el Templo de Luxor, de 22.50; el de Senwosret I, en Heliopolis, de 20.41, y el
de Tuthmosis I en Karnak, de 19.50, el más pequeño de los grandes. Además de
los de París y Londres, quedan cuatro en Roma: uno de Tuthmosis III, de 32.18
metros, en Piazza S. Giovanni; otro, del que se desconoce quien lo ordenó, de
25.37, en Piazza S. Pietro; el de Sethos I y Ramenesses II, de 23.20, en Piazza
del Popolo, y el de Psammetichus II, en Monte Citorio, de 21.79; dos más,
ordenados tambien por Tuthmosis III, están, uno en Estambul, originalmente de
28.95 metros, y otro, de 21.21, en Nueva York, en Central Park.
Este pillaje cultural,
antiguo como la humanidad, lo inicio el rey asirio Ashurbanipal, quien se llevó
dos a Ninive, lo continuaron los emperadores romanos y, en el siglo XIX, alemanes,
franceses e ingleses salvaron así muchísimos restos arqueológicos que de otra
manera habrían posiblemente desaparecido o deteriorado aun más. La UNESCO ha
planteado (con escasísimos resultados, entre ellos el Guernica de Picasso) que
hay que devolver a sus países de origen las obras de arte, y sin duda habría
que iniciar una campaña mundial para juntar de nuevo los mellizos de Luxor,
como se ven en un grabado de principios del XIX en uno de los 36 volúmenes de
Description de l’Egipte. En la Plaza de la Concordia pueden poner en su
reemplazo uno de acero y vidrio, materiales tan caros a los arquitectos
franceses de hoy (aunque no siempre con éxito) después del acierto indudable de
la pirámide del Nuevo Louvre, del arquitecto sinoaméricano I. M. Pei.
Los mas altos del
mundo están, como no, en Estados Unidos. El de San
Jacinto, de 1936, no es monolítico, tiene173,7 metros de altura y conmemora la
victoria estadounidense de 1836 en dicha Batalla. Y el Monumento a Washington, en la capital,
diseñado precisamente en 1836 por Robert Mills (1792-1855) y construido entre
1848 y 54. Tiene 170 metros de altura y es de granito blanco, y, claro, tampoco
es de una sola pieza: fue levantado no erigido. El de Buenos Aires, a pesar de
ser argentino, apenas mide 67 metros. En Chihuahua hay varios en la ciudad y
sus alrededores que no se sabe que hacen allí. Cali también tuvo uno en donde
terminaba la Avenida Colombia; era de cemento y ladrillos y pequeñito y no
estaba dedicado a ningún culto pero ahí se daba la “vuelta del beso” y se
miraba a lo lejos el “charco del burro”. Nadie se lo llevó para ninguna parte
ni lo cambiamos por nada: nosotros mismos lo destruimos avergonzados de su
antigüedad.
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