Como en toda sociedad que sufre cambios
grandes y muy rápidos, en Colombia tratamos de ocultar nuestros orígenes y su
estética. Los cartageneros no quieren ver su ciudad otra vez amarrilla como lo
fue en los tiempos del cólera y no quieren vivir dentro de sus murallas. En
Cali odiamos el gris nube con que el Ministerio de Obras pintaba todos los
edificios públicos en el país en la primera mitad del siglo pasado, y como lo
conserva el Colegio de María Auxiliadora en San Fernando entre otros, dizque
por que nos recuerda el cementerio, que también lo conserva.
Una
de las consecuencias más graves de la modernidad a medias y a pedazos de estos
países, que no la produjeron sino que la imitaron, a sido el mal gusto
generalizado que produjo al desbaratar sus tradiciones. El paso de la
arquitectura vernácula –artesanal- a la arquitectura popular, construida
imitando de manera deformada la arquitectura moderna del Estado y los más
ricos, cayó fatalmente en lo kitsch. La arquitectura moderna fue diseñada por
los nuevos profesionales de la edilicia, esos arquitectos de universidad que
armados de una estética sumariamente importada se empeñaron en acabar con todo
lo que no fuera moderno. El urbanismo comenzó a ser pensado solo para los
carros, en donde casi no los había. Se demolieron “casas viejas” para ampliar
las calles (lo que no se logró), e incluso para zonas verdes en ciudades
rodeadas por grañidísimas y verdes montañas como suelen ser las colombianas.
Los edificios altos para cualquier cosa se volvieron recurrentes pese a que
casi nunca se necesitan y que solo favorecen a sus codiciosos propietarios. Mas
moda que verdadera modernización, nuestra modernidad malogró el paso de las
pequeñas poblaciones a los grandes asentamientos actuales impidiéndoles seguir
siendo ciudades bellas, solo que mas grandes y con ensanches nuevos.
Fueron tales las
ansias de modernizar las ciudades colombianas y tan precarios y pequeños sus
cascos viejos que en la mayoría de los casos no se conservaron, como sí paso en
Europa con sus grandes y consolidados centros históricos un siglo antes. Allá,
en donde se produjo la modernidad en la arquitectura y el urbanismo, y en
general en el arte, hubo tiempo para domeñarlos y, afortunadamente, no mucho
espacio para aplicarlos tal cual. Sin embargo aun hace daños de vez en cuando,
los que con frecuencia nos son presentados en las revistas de arquitectura como
la actualidad que debemos imitar, lo que hacemos de inmediato, claro esta,
causando aun mas daños aquí.
Cambiar las
tradiciones por una modernidad que no se entiende inevitablemente lleva al mal
gusto pues la cultura se queda sin norte. Y peor aun cuando se mezclan
tradiciones y modernidad como suele pasar con frecuencia entre nosotros. Esa
combinación, el máximo del “buen gusto” mundano, produce el peor mal gusto
cuando se vulgariza pues pierde el orden, la mesura y el propósito. Ignorando
la historia de la humanidad, la belleza pasó entre nosotros a ser algo “lujoso”
o al menos no prioritario. El gusto ya no se discute pues se cree
equivocadamente que no es objetivo, pasando por alto que desempeña funciones de
vida o muerte (quién come cosas de apariencia fea, mal olor o peor sabor).
Desde luego entender la relación entre belleza, patrimonio y calidad de vida en
las ciudades no es tan claro pero no por ello menos importante: todo lo
contrario.
La
reacción a sido de doble filo. Al lado de loables esfuerzos por estudiar el
patrimonio y conservarlo, apareció un conservacionismo nostálgico e ignorante,
las mas de las veces, que condujo rápidamente al folclorismo como se ve con
frecuencia en San Antonio, en Cali, por ejemplo. En contra de las normas y ante
la indiferencia de las autoridades, se ha terminado por “conservar” lo que
nunca existió allí (al punto de que cada vez parece mas un pueblo mejicano de
película mala y no el barrio blanco y sencillo que fue), mientras se construyen
fatales sobre elevaciones que destruyen lo que siempre fue: un barrio de calles
paramentadas y casas de patios de uno y a veces dos pisos.
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