La defensa de lo pertinente, no de lo
nuestro (noción antipática, chovinista, provinciana, ingenua e inútil), es
precisamente lo pertinente. De lo propio, si se quiere, pero no por nuestro
sino por pertinente. Como nos enseñó Fernand Braudel, la historia (y por tanto
la cultura) comienza con la geografía. Son el clima, la topografía y el suelo,
que definen el paisaje y los recursos, incluyendo la mano de obra y por
supuesto los clientes y usuarios, los que generan las tradiciones
arquitectónicas y entre estas, muy especialmente, la forma como se implantan
las edificaciones formando espacios urbanos y la manera como se proyectan,
construyen, usan y valoran.
Pero todo esto fue
olvidado aquí a lo largo del siglo pasado por una modernidad importada que
impuso a toda costa sus formas e imágenes, al punto de que cuando no se pudo
construir se procedió al menos a demoler sumariamente lo que era visto como
viejo. Este comportamiento, explicable sobre todo por la ignorancia y
exacerbado por la codicia y la corrupción, tuvo, es cierto, algunos aciertos,
casi siempre puntuales, pero significo la destrucción de buena parte del
patrimonio urbano y arquitectónico colombiano. O casi, pues nos resta aun su
memoria. Ya no podemos recobrar los artefactos, como quisieran muchos
restauradores, pero si sus ejemplos e ideas. Firmemente parados en nuestros
climas, paisajes, recursos y tradiciones podremos, ahí si, digerir toda la
información que nos llega del mundo desarrollado, que no podemos ni debemos
evitar.
Siguiendo
a Kenneth Frampton (El regionalismo crítico: arquitectura moderna e identidad
cultural ), no se trata de la evocación simplista de lo vernáculo sentimental
o irónico, sino de una propuesta compleja para llegar a una verdadera
arquitectura que al tiempo que tome lo que resiste de lo vernáculo incluya lo
pertinente de lo actual y universal. No es pues una vuelta tardía al ethos de
una cultura popular (puesta en acción cíclicamente por la demagogia de formas
varias de populismo), sino un decidido avance hacia lo original: hacia los
orígenes, como diría Nicolás Gómez Dávila. Al fin y al cabo los nuestros se
hunden a través de España en el Mediterráneo hasta los inicios mismos de la
arquitectura y las ciudades en Egipto y Mesopotamia, en donde se inventaron (o
descubrieron) esos patios y calles, en este orden, que acompañaron todas las
ciudades y pueblos de tradición colonial del país. En pocas palabras, se trata
de una arquitectura “de resistencia” a las modas internacionales.
Conservar bien el patrimonio
construido que queda, incluyendo lo pertinente del moderno, se vuelve entonces
doblemente importante pues implica no solo de conservar los objetos en sí mismos
sino en la medida en que permiten entender las ideas que ilustran. Defender el
patrimonio construido ya no podrá ser más reconstruir lo viejo, que se
destruyó, sino construir lo nuevo con las mejores y aun pertinentes
características de lo viejo. Tomar lo mejor del patrimonio como modelo para lo
nuevo, con las modificaciones imprescindibles para que sea también actual, es
lo pertinente y no esa ingenuidad de creer que se pueden inventar la
arquitectura y las ciudades de nuevo, como se pretendió a lo largo del siglo
XX. Esta pertinencia de lo apropiado es
evidente en los aciertos de la refuncionalización de los espacios construidos
tradicionales iniciada en Europa, hace ya varias décadas, después de que se
comprobara el desacierto de la aplicación masiva, al terminar la guerra, de las
ideas del urbanismo moderno. Allá, cada vez más, por ejemplo, se sustituyen los
viaductos por pasos subterráneos y se amplían los andenes disminuyendo las
calzadas. Mientras tanto aquí seguimos demoliendo todo lo que nos parece viejo
y copiando apenas lo novedoso, como esas torres y autopistas que denominamos
así aunque no lo sean, sometidos a la propaganda que hacen las metrópolis para
exportar su arquitectura de revista (moderna, primero, y posmodernista
después), que aunque no nos sea pertinente adoramos en esta cultura nuestra tan
dependiente y frívola.
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