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Poder, gusto y arquitectura (III). 25.10.2001


Toda una generación de arquitectos y diseñadores europeos como Pierre Chareau y Richard Neutra, y Walter Gropius y sus colegas de la Bauhaus, entre 1919 y 28, como Marcel Breuer y Ludwig Mies van der Rohe, terminaron en Estados Unidos por culpa de Hitler y para desgracia de su arquitectura, incluyendo la maravillosa y precursora de Frank Lloyd Wrigth, como lo denuncia Tom Wolfe en su From Bauhaus to Our House, 1981. Pero el mas influyente, para bien pero sobre todo para mal, sería Charles-Ëdouard Jeanneret quien no perteneció a la Bauhaus. Le Corbusier, nombre con el que se dio a conocer al mundo, dijo hacia 1938 que en la construcción moderna se podía encontrar el acuerdo entre paisaje, clima y tradición. Pero sus seguidores, tergiversando y trivializando sus ideas, empedraron las ciudades del Tercer Mundo con sus ilusiones. Una arquitectura sin arte y ya sin artesanía las rodeó rápidamente de ensanches de clases medias, enormes invasiones de pobres y  suburbios de ricos con frecuencia igual de pobres por lo miserable de su estética. Los edificios vanamente modernos que se levantaron por montones en estos países, destruyeron justamente sus pequeños y frágiles centros tradicionales, taparon el paisaje con sus "torres" innecesariamente altas y habitadas y, en lugar de resolver el clima con arquitectura, recurrieron al aire acondicionado, cuyo encuentro con las escaleras mecánicas dio como fruto, a juicio del famoso arquitecto holandés Rem Koolhaas, la arquitectura de la últimas décadas. Racionalmente la modernización quería compartir con todos las bondades del avance científico-técnico pero, como dice Koolhaas, su catastrófica apoteosis fue ese colosal manto de espacio chatarra que cubre la Tierra pues hemos construido tanto como en toda la historia anterior.
          Al principio se comenzó a cambiar la construcción tradicional por una arquitectura moderna en sus técnicas y funciones pero historicista en sus formas, que sustituyó con edifi­cios, más altos, las viejas casas de los centros de las ciudades. Para 1940 se divulgó el Art deco y el Spanish de la Costa Oeste y la Florida (conocido en Colombia como español californiano) que coincidiría con la arquitectura neocolonial impulsada desde la Exposición iberoamericana de Sevilla, en 1929. Hacia mediados del siglo se contrataron en muchas partes urbanistas de unos Esta­dos Unidos vencedores en la II Guerra Mundial.  Ideas asociadas a lo norteamericano y lo moderno fueron superpuestas a nuestras ciudades tradicionales (al contrario de Europa donde solo tuvieron cabida en los suburbios) y sus promotores lograron hacerlas identificar con el "progreso" para legitimar sus intereses comerciales. No es casualidad que en el Tercer Mundo estén las poquísimas ciudades modernas, como Chandigarh diseñada por Le Corbusier en 1950; Brasilia, en 1957 por Lucio Costa (la ciudad) y Oscar Niemeyer (sus principales edificios), donde se pusieron en práctica masivamente el urbanismo y la arquitectura modernas como un atajo hacia la modernización de un país; Islamabad, en 1965, de Louis Khan; y Abuja en Nigeria y Dodoma en Tanzania, ambas de 1975. Y que fueran iniciativas faraónicas de gobernantes fuertes como Juscelino Kubitschek, gestor de Brasilia y de la modernización de Belo Horizonte.
          Ahora, en general, los arquitectos se preocupan es de la moda. Inquieta que su gusto común, al menos en Latinoamérica, sea solo el de las revistas españolas pues no se preocupan por la arquitectura diferente a la del mundo llamado desarrollado, pese a que compartimos con ella antiquísimas tradiciones, climas, paisajes y problemas y recursos. No buscamos variaciones para nuestras circunstancias sino que calcamos las formas novedosas que nos llegan de las metrópolis, acostumbrados a que casi todo viene de afuera. Nos dejamos llevar fácilmente de modas, apariencias y falsos conceptos estéticos promovidos por la gran industria transnacional para incrementar el consumismo. El gusto de los individuos ya no es el de sus clanes y tribus sino el de sus imágenes importadas. La ciudad, entre nosotros, pasó de ser una obra de arte colectivo para vivir -como lo fueron casi todas las tradicionales durante cientos años y muchas lo siguen siendo renovadamente- a ser solo asentamientos para ver el mundo por la TV.

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