Nunca el mundo fue tan
feo como ahora. Las bellas ciudades y pueblos tradicionales han sido destruidos
o muy alterados. Se han salvado muy pocos, y a medias, pues se volvieron
objetos del turismo. El campo igual; no es sino ver el daño que le hizo el
monocultivo (sin imaginación) de la caña de azúcar al idílico paisaje
vallecaucano. Y de la naturaleza solo quedan unos cuantos parques en los que no
dejan vivir y los enormes pero inalcanzables polos. Casi seis mil millones de
personas se han encargado de que esto pase comprometiendo no solo su futuro
sino su pasado, y sin pasado el hombre solo es animal.
Por eso es importante San Antonio. Aunque bastante
vapuleado es en donde más queda en Cali algo de nuestra tradición
urbano-arquitectónica colonial, que no solo es nuestra -compartida con toda Hispanoamérica - sino que
es muy antigua y potente: se remonta a la aparición de las ciudades en el
Oriente, con sus calles y manzanas; y sus casas son herederas de las andaluces,
beneficiarias a su vez de las visigodas, árabes y bereberes y, en últimas, de
las romanas. Encerradas en sí mismas, alrededor de íntimos, frescos y variados
patios, cuyo recorrido depara sorpresas y cambios de luz, y con zaguanes que
las comunican, y separan, de la calle, de lo público. Tradición sencilla y
eficaz, como son las que perduran, pero que en esta ciudad fue condenada
sumariamente para dar campo no a lo moderno sino a su mera imagen.
No es que San Antonio sea bonito (que ya no lo es) como
muchos piensan, si no que su muy agradable ambiente lo es por que su tradición
tiene varios siglos de ser el escenario de nuestra cultura; de la cultura de
las ciudades. Y ahora que nos toca vivir a la fuerza en ellas, se vuelve vital
que el ambiente de los espacios urbanos -tanto públicos como privados- sea
verdaderamente, y en primera instancia, urbano. Que su arquitectura sea de lo
mejor solo interesa en la medida en que conforme calles sin equívocos. Si
además se mejora la calidad intrínseca de los edificios, pues mejor aun.
De ahí que sea tan importante que el barrio recupere los
paramentos de sus calles, que fueron alterados a poquitos dizque para
ampliarlas, cuando lo que en realidad se buscaba era su destrucción para que
las viejas casas (que no lo son tanto) paramentadas y con aleros fueran
remplazadas por "modernas residencias" con retrocesos, antejardines y
áticos que ocultaran sus techumbres. Tampoco su blanco tradicional fue
respetado, aunque coincidiera con el color de la arquitectura moderna, pues lo
que se buscaba era el contraste: lo nuevo, lo novedoso; y se cambiaron sus
vanos verticales por los apaisados típicos de la nueva arquitectura. Y la
codicia llevó a tirar casas para
construir edificios que la técnica ahora sí se lo permitía a cualquiera.
Preocupa que muy pocos propietarios de San Antonio hayan
cerrado sus absurdos (aquí) antejardines o recuperado sus paramentos iniciales,
ganando área, pese a que las normas ya hace varios años lo permiten. Por lo
contrario siguen demoliendo sus aleros y pintando sus casas de colores o, lo
que es peor, enchapándolas aunque esté expresamente prohibido. En lugar de
presionar para que se quiten los postes y se uniformen las calzadas de las
calles, ampliando sus estrechos andenes, prefieren pintarrajear groseramente
postes y sardineles, y las calzadas mismas, dizque para "adornar" el
barrio para la Navidad.
Pero no se trata de volver a un imposible pasado sino de
partir de él. No se trata de "recuperar" a San Antonio ni de volverlo
"pintoresco", sino de mejorar el espacio de sus calles, mantener sus
alturas y conservar sus patios, y nutrir bien sus tradiciones, que las tiene
muchas, pero emproblemadas, porque se las malinterpreta y exagera provocando su
rechazo, como lo mostró Clara Ramírez claramente hace poco en estas páginas.
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