Desde las bodas de Cadmos y Armonia se
sabe que “El que es bello es amado, el que no es bello no es amado”, como allí
cantaron la Musas, según cuenta Hesíodo. Pero a Apolo, dios del orden y la
euritmia, que pone un limite al caos, representado en el frontón occidental del
templo de Delfos (siglo IV a.EC), se opone Dionisos, que está en el oriental,
dios del caos y del desenfreno sin reglas. Desde la antigüedad sabemos, pues,
que nos movemos entre el caos y la armonía (Umberto Eco: Historia de la
belleza). Sin embargo, en los muros del templo se lee: “Lo mas exacto es lo mas
bello”,”Respeta el limite”, “Odia la insolencia” y, “De nada demasiado”, como
si privilegiáramos lo armónico.
Lo bello generalmente es exacto,
pero no siempre ni necesariamente solo preciso. Nuestra arquitectura colonial,
por ejemplo, no es exacta pero sí parece serlo, lo que es suficiente, con otras
pocas cosas, para que sea bella. Mientras que mucha de la vulgarización final
de la arquitectura moderna, con frecuencia exacta, lo que parece es apenas
redundante. Usa excesivamente unas escasas y simples formas, con su concepto ya
olvidado, con el resultado de que nos presenta mucho de muy poco. Y la
arquitectura actual, en general, tampoco es bella: nos quiere mostrar mucho de
mucho y entre nosotros ni siquiera es exacta.
Lo feo ordinariamente
lo es, entre otros aspectos, porque no reconoce los limites, los ignora, no los
tiene en cuenta o simplemente pasa olímpicamente por encima de ellos. Pero
tampoco es que los trascienda, lo que es muy distinto. No penetra ni se
extiende mas allá, no descubre lo que estaba oculto. Es el caso de mucha de la
arquitectura que hoy no considera su contexto urbano y cultural, pero que
tampoco supera el objeto mismo en que hemos convertido la gran mayoría de los
edificios. Ignora lo discreto, lo apropiado, lo pertinente. No parte de
establecer sus limites. Pero tampoco evidencia nada nuevo, soberbiamente
ignorante de su ignorancia.
Demasiado de cualquier cosa casi
siempre es feo. Hostiga; incluso el inmaculado blanco. El insulso blanco sobre
blanco sobre blanco de muchas remodelaciones recientes del barrio Granada en
Cali, es a la larga fatigosamente redundante, y que insolencia cuando incluso
pintan el anden de blanco. Hay allí demasiados materiales y “detalles”
innecesarios, demasiado vidrio y acero inoxidable. La redundancia es fea al
contrario de la repetición. Nuestra arquitectura colonial y de tradición
colonial, por ejemplo, repite, de California a la Patagonia, con las necesarias
variaciones, los mismos patrones, incluyendo el encalado blanco, pero nunca es
redundante.
La insolencia, que es
atrevimiento, descaro, ofensa o insulto, acción desusada y temeraria, nos toca
soportarla diariamente con la fealdad creciente de nuestras ciudades y pueblos.
Es el deterioro del paisaje natural, la inclemencia de la publicidad exterior,
la agresividad de los edificios innecesariamente altos, la desaparición del
espacio tradicional de las calles y la presencia en ellas de los carros que las
invaden. Y sobre todo es la trivialidad de muchas de sus construcciones por su
inexactitud, desprecio de los limites y exageración. Las que no privilegian lo
armónico y se acercan peligrosamente al caos. Las que se nutren de la moda, de
la que se ha dicho que es el buen gusto de los idiotas.
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