Los problemas de Cali no son solo su
inseguridad, violencia, desempleo, mugre, ruido, contaminación visual y
desgreño, que ya comenzamos a ver sin ser tachados de pesimistas. Lo peor de
todo es la privatización de su espacio publico, la destrucción de la ciudad
tradicional y la mediocridad de sus actuales ensanches. Mientras el espacio
publico se puede recuperar rápidamente si se quiere, como en Bogotá, la destrucción
en el siglo pasado de nuestro patrimonio urbano y arquitectónico colonial, de
tradición colonial, republicano y hasta moderno
fue ya para siempre, y la tugurizacion que actualmente se construye a lo
alto y ancho en todos sus sectores durará muchísimas décadas.
Difícil pensar que se
van a demoler los pisos de mas de esos edificios innecesariamente altos que
crecen como plaga, o que se van a solucionar los problemas que causan a los
barrios en los que se levantan. Ni que se van a cambiar los cientos de casas
pobremente agrupadas que invaden las parcelaciones del sur sin construir
ciudad, pues sus conjuntos no tienen nada que ver unos con otros y vuelven las
calles existentes simples vías limitadas por mallas y muros sin gracia. Sus
ampliaciones no previstas se toman parte de los lotes de los mas indefensos y
son vergonzosamente diseñadas y construidas. Edificios demasiado altos o
conjuntos demasiado grandes que modifican radicalmente y para mal el entorno
urbano de los que ya vivían allí, cuyos derechos adquiridos a nadie importan.
Son producto de la
codicia de algunos de los que están en el negocio de la propiedad raíz y de
ciertos terratenientes urbanos, de la falta de ética de unos pocos arquitectos,
de la corrupción de los que autorizan construcciones que no cumplen las normas,
y de los que no los controlan, del falso rigor de varios de los que las hacen,
de la candidez de los que compran para estar a la moda o simplemente negociar,
o los que alegan que no hay otra oferta, lo que es falso. Pero sobre todo son
resultado de la indiferencia de todos los demás que ven acabar con su ciudad en
sus mismas narices como si no fuera la de ellos.
La
feo, inconveniente y antieconómico de esta nueva ciudad sin ni siquiera
andenes, tan a contra vía de nuestro clima, paisaje, tradiciones y
circunstancias actuales, nos acompañara toda la vida y a nuestros hijos y
nietos y bisnietos. Esos guetos que llamamos conjuntos cerrados nos cambiaran
para mal nuestro comportamiento ciudadano. Transportarse en este desparrame
urbano será costoso e incomodo, y vivir en esas “torres” que se espían unas a
otras implicará alterar nuestro sentido de la privacidad como si habitáramos en
medio de una caricatura de Manhattan y no en nuestro amplio y bello valle.
Claro que hay propietarios,
promotores y constructores con conciencia del compromiso social de sus
propiedades y capitales, arquitectos con preocupaciones éticas y no apenas
estéticas, curadores y funcionarios probos, especialistas inteligentes que
buscan racionalizar las normas y defender la ciudad, compradores que no se
dejan engañar por la publicidad y hasta publicidad que busca solo informar. Y
sobre todo hay muchos ciudadanos preocupados por su ciudad, al menos a veces.
Pero somos una minoría inerme ante el infierno que nos están construyendo los
otros, no tanto por que seamos pocos sino por nuestro irremediable
individualismo.
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