En Cali se pasa del infierno al cielo y viceversa todos los días. Vecinos que comienzan sus escandalosas farras a las diez de la noche y las terminan al salir del Sol, justo cuando otros ponen su música de carrilera a todo volumen, una o dos veces al mes, aunque, es justo decirlo, no siempre coinciden en el mismo día; sólo en la Feria. Pero de otro lado casi todos los días a lo largo del año el benévolo clima de la ciudad pasa hasta tres veces por la denominada zona de confort, y ahí siguen imponentes sus dos bellos cerros, la cordillera y los Farallones, que ya quisieran muchas ciudades en el mundo. Y el “Río de la ciudad”, como se lo llamaba antes, resiste casi incólume a los atentados de mal gusto de cada navidad y a la deforestación de sus cabeceras que nadie controla con o sin “Hopenhagen”.
Pero se continua destruyendo su patrimonio construido y ahora le tocó el turno a Villa Felisa; mas en San Antonio, donde hacen lo que les da la gana, principiando por los arquitectos, cada vez hay más casas blancas que sin duda mejoran el barrio. Y aun quedan paraísos como el de María en los verdes piedemontes del valle y en las riberas de sus ríos, y las mujeres son mas bellas, espigadas y sensuales. Pero son muchos los atarvanes que se pasan los semáforos en rojo y suben sus enormes “mafionetas” negras como de funeraria a unos andenes que además nos deberían dar vergüenza. Igual que esos camiones carrozados que aun hacen de buses, pues son mas baratos y llegan mas rápido que los flamantes articulados azules de un MIO, cuyos errores preferimos ignorar, lo mismo que el desgaste del TransMilenio.
Y seguro la inseguridad aumentará este año, electrónica o a punta de pistola y moto, o con amenaza o simple engaño, pues la Policía, como si le sobrara tiempo en su lucha antisubversiva, tiene ahora que ocuparse también de los toxicómanos, en contra de la tendencia mundial a despenalizar las drogas, incluyendo Estados Unidos en donde ya lo hizo el Estado de California. Y está Chávez que no deja entrar nuestros camiones, pese a que llevan lo que muchos comen allá, pero sí a las FARC para que invernen y se armen en paz al lado de sus cien mil paramilitares de las Milicias Bolivarianas, al tiempo que amenaza cada ocho días con sus nuevos aviones rusos pese a que por ahora, dicen en chiste, no tiene quien se los vuele, pero si es posible que alguien meta la pata y dispare no una bala sino un cohete.
Cali es lo que queda de esa “sucursal del cielo” de mediados del XX, en plena Guerra Fría, que tan bien describe sin saberlo Horhan Pamuk en su bella y crítica historia de un amor además muy familiar (El museo de la inocencia). Choferes y patriarcas, finos carros americanos, sabias mamas que juegan cartas para entretener su inteligencia, y viviendas donde se ven las luces de los grandes barcos cruzando el Bósforo, recuerdan las familias de nuestros viejos empresarios del campo y sus nuevas y blancas casas de la ciudad que miraban alumbrar las luciérnagas fantásticas de Jorge Isaacs al fondo al valle. Pero Cali también es ese infierno que inicia el nuevo año envenenando indigentes con insecticida y vidrio molido en una natilla navideña, y sin piedad por sus secuestrados, pese a que es peor que la muerte.
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