Después de treinta mil años de existir como especie, ya somos siete mil millones. Crecemos a un ritmo de cien millones por año, más que Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá juntos, y la mayoría en ciudades como Bogotá, Medellín, Cali, Caracas, Quito o Panamá. Todos tendremos que vivir en ellas, o al menos en poblaciones menores, y con una economía periódicamente en crisis, basada en que cada vez haya más consumidores y que consuman más sin importar el agotamiento de los recursos no renovables, ni los desperdicios y contaminación que genera (A. Leornard, La historia de las cosas , 2010). En conclusión, el exceso de población, consumo y contaminación, que amplifica el impacto de terremotos, tsunamis o inviernos, está acabando con el planeta. Pero muchos escogen no enterarse o simplemente lo ignoran.
No se percatan de que antes de que lleguemos a nueve mil millones, a mediados del siglo XXI, la calidad de vida en las ciudades será menor, y que al campo no podremos regresar pues no cabríamos con nuestra respectiva finquita. Llegó el momento de pensar en el aquí y el ahora y no en la otra vida, si queremos conservar ésta. O dejar, como si fuéramos animales, que sea la selección natural la que escoja, y que cuando finalmente veamos la gravedad de la situación ya no haya mucho que hacer. Si es verdad que queremos que nuestros descendientes vivan mejor tenemos que racionalizar nuestra reproducción, y consumir escogiendo las cosas por su huella ecológica: de donde vienen y como se transportaron, y que se usó para producirlas en términos de energía, agua, recursos no renovables, químicos y trabajo humano.
Escoger vestidos y costumbres de acuerdo al clima, pero al tiempo densificar las ciudades para que no se extiendan (para beneficio de los terratenientes que las rodean), y poder minimizar sus problemas de movilización y servicios públicos. Hacer edificios de bajo consumo de energía y agua y no contaminantes, y remodelar los que no son bioclimáticos. Muchas alternativas se ensayan en el mundo, y en el trópico templado es fácil y económico, pero aquí, donde cerca del 80% de los colombianos pasamos en el último medio siglo a tener que vivir en ciudades cuando aun no eran tales, sólo copiamos la arquitectura espectáculo que nos muestran las revistas de “decoración”, interesados en modas pasadas de moda y no en el futuro, y tampoco nos interesa nuestro pasado, de donde podríamos retomar algunas soluciones.
Pero no se trata, en Cali por ejemplo, de copiar las formas de la casa de hacienda vallecaucana, sino de comprender lo que se buscaba con ellas. Su orientación evitando el sol, sus grandes techumbres y corredores protectores, su agradable ventilación cruzada y penumbras interiores, el efectivo aislamiento térmico de sus gruesos y bellos muros, sus atarjeas para recoger el agua de las lluvias, y sus diferentes espacios para estar según el tiempo, la hora y el ánimo. Es escoger vivir con mas confort con respecto al clima y mas poéticamente con relación al paisaje. Toda una tradición que perdimos en la segunda mitad del siglo XX, pero como escribió Matsuo Basho, el gran poeta japonés, “No hay que estudiar lo que hacían los viejos maestros, sino lo que trataban de encontrar” (Oku no osomichi, 1694).
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