Vivir para emocionarse con la belleza de lo
que se mira, escucha o lee; la delicia de lo que se toca, come y bebe, o huele;
el goce de descansar, soñar y despertar; el deleite de bailar, correr o
caminar; la satisfacción de enterarse, estudiar y comprender; la tranquilidad
de enseñar, opinar y tratar de trascender; y la libertad para hacer todo lo
anterior, y respetar y hacerse respetar para poder coexistir. Es decir, existir
a la vez que los otros, como lo define el DLE, sin los cuales simplemente no es
posible vivir; mas que lejos se está en esta ciudad de entenderlo así, de comprender
el derecho de cada uno a tener una vida real y verdadera, precisamente la que
no tienen los que no lo entienden.
“Entrar a Cali –dice alias Gines de
Pasamonte ¿quién podrá ser?- es percibir muchas cosas, sobre todo en la radio
que es el vaso comunicante por excelencia con ella y su imperecedera salsa.
Pero adentrarse en la urbe, es recuperar muchas cosas que flotan en nuestro
recuerdo, como ir a San Antonio y estar en el campo dentro de la ciudad, por
ejemplo.” Pero, como remata el arquitecto Álvaro Thomas: “Ahora todo huele parejo:
a música de aeropuerto...” y el hecho es que la intolerancia amenaza dicho
barrio, el mejor vividero de Cali a la fecha, y lamentablemente a toda una
ciudad sin andenes en la que es una “buena” noticia que sea en la que mas
carros se venden en el país.
De otro lado está
comprobado, al menos estadísticamente, que los habitantes de las grandes
ciudades tienen mayor riesgo de padecer afecciones psicológicas y psiquiátricas
como depresión, ansiedad, o esquizofrenia, como que las personas con afecciones
mentales van a ellas en busca de ayuda (F. Manes y M. Niro, Usar el cerebro, 2014, pp. 297 a 299).
¿Y quien no las va a tener en ciudades inseguras, nada funcionales, poco
confortables, ruidosas y nada bellas? Además
en medio de toda clase de desplazados y pordioseros, y una mafia
originada por los traficantes de drogas, a la que sucumben los arribistas de
última hora. Males que no se deben a las
ciudades sino a su acelerado crecimiento, como Cali.
De ahí la vital
importancia de conservar su patrimonio construido de interés cultural ya que el
goce de la arquitectura no solo se
vive en el tiempo y el espacio, sino que es parte de la memoria, y se goza con
todos los sentidos y no apenas el de la vista, ya que este se nutre de ellos.
Como explica Rodolfo Llinás, la visión no es un acto
inmediato sino una relación entre la información suministrada por otros
sentidos, la memoria y la nueva información percibida (Pablo Correa, Rodolfo Llinás / La pregunta difícil,
2017, p. 53). Así las cosas, cuando se ha borrado la memoria lo único que se
percibe es el espectáculo, la moda, cuya emoción no puede perdurar en una
existencia verdadera y real.
Como afirma Henri Lefebre
en El derecho a la ciudad, 1968, “la
industria puede prescindir de la ciudad antigua (preindustrial,
precapitalista), pero, para ello, debe construir aglomeraciones en las que el
carácter urbano se deteriora”, o, en palabras de Luis Arenas en Fantasmas de la vida moderna, 2011, “…en
el terreno de la arquitectura cabría decir que la primera mitad del siglo XX se
empeñó en imaginar –y en ocasiones en construir- un mundo que la segunda mitad
se ha dedicado a dinamitar con esmerada aplicación” (citados por Juanma Agulles, La
destrucción de la ciudad, 2017, pp.7 y 57). Mas, ya en el siglo XXI, además de lo contextual está lo
sostenible frente al cambio climático.
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