Son esencia de lo vallecaucano por su papel político, económico, social y cultural en una comarca caracterizada por ellas. Ejemplo de la arquitectura que deberíamos hacer hoy, pues siendo españolas tienen raíces prehispánicas y afrontan el trópico. Pero preferimos imitar, y mal, formas foráneas que la mayoría solo ve en la reproducción ocasional en la prensa nacional de las fotos engañosas de las revistas especializadas que nos llegan, que son las que ven nuestros arquitectos de moda. Vale la pena, pues, hablar de ellas, y visitar sus entrañables casas alrededor de Cali y Yotoco y, en “la otra banda”, Quilichao, Florida, Cerrito y Buga, o al menos verlas en las fotos de Sylvia Patiño (El Alférez Real, y, María).
Belalcazar, buscando salir al mar, dio con este valle de buen clima y bellos paisajes. Pero amenazaban los pijaos y sus encomiendas quedaron en su ancho y fértil sur. En el XVIII, el asedio ingles a las colonias llevó a los Borbones a privatizar su tierra, originando grandes haciendas, ganaderas o de trapiche, que producían leche, carne, azúcar, miel, aguardiente, equinos y esclavos para el consumo local y las minas del Pacifico (Colmenares, Cali: terratenientes, mineros y comerciantes, 1975). Del río a la cordillera tenían varios pisos térmicos y formas de trabajo y tenencia, como el “ayllu” inca, y propietarios, arrendatarios y vaqueros criollos, aparceros y peones indígenas, y esclavos africanos, y varias eran jesuitas a una jornada a caballo una de otra.
Casi pueblos con sus portadas, capillas “abiertas”, rancheríos de esclavos, campamentos, trapiches, ramadas y vallados, sus casas, mejores que las urbanas y símbolo de sus propietarios (Téllez, Historia del Arte Colombiano, 1975), se emplazan en “el plan” evitando el sol, en una elevación junto a una quebrada” o sobre un zócalo, como las “kanchas” incas, y en “la loma”, mas fresca, miran al valle. Cimientos de canto rodado, muros de “embutido”, tapia pisada o adobes, suelos de piedra y ladrillo, y cubiertas de teja árabe sobre armaduras de par y nudillo. De un piso y “de alto”, tienen corredores periféricos, recintos genéricos, patios abiertos a la brisa y bellos baños de inmersión. Sus volúmenes blancos y corredores y techumbres oscuros, cambian con la luz, sus espacios suenan y huelen, y sus recorridos acodados deparan vistas variadas. Inicialmente sus albañiles siguen, con técnicas indígenas y gusto mudéjar, las “almunias” hispanomusulmanas, y evolucionan hasta el siglo XX (Barney y Ramírez, La arquitectura de las casas de hacienda, 1994).
Con los ingenios, quedaron para trabajadores y depósitos. Algunas las cuidan sus dueños, como la Concepción o La Julia, en Buga, o las restauran, como Piedechinche (Museo de la caña), El Paraíso, Liverpool (Caliviejo) y Arroyohondo. Otras se demuelen para sembrar, o urbanizar, como El Cedro, en Florida, ya rodeadas de suburbios, o sucumben a la decidía, como El Alisal, Perodias, o Cañasgordas, pese a ser Monumento Nacional. Coloniales, de transición o republicanas, son nuestro mas importante patrimonio (unas cien, con las de “potrero”) por su calidad e historia. Pero no vemos su valor cultural ni su uso como paradores o sedes campestres, como en el altiplano cundiboyacense o el eje cafetero.
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