Varios críticos, comentaristas y columnistas han coincidido en decir que la última novela de Tomás Gonzáles es excepcional. También otro nos dice que alguien a dicho que hay secretos de la literatura colombiana mejor guardados y sin duda es así, pues, por ejemplo, casi nadie ha podido leer la novela Oh gloria inmarcesible de Raúl Jaramillo Panesso, tan buena que parece de mentiras. Pero las suyas son en realidad tan verdaderas como las de El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez, que de cierta manera completa una trilogía que nadie se propuso por supuesto. Solo falta que Harold Alvarado Tenorio argumente que es un bodrio o nos explique por qué nos ha gustado tanto, lo que sería mas interesante.
Lo que no se ha dicho hasta ahora, y que en este país de ciegos a pocos les interesará, es que parece diseñada de la misma manera como se proyecta un edificio excepcional. Es un largo recorrido, en este caso por la muerte, pero acodado por la vida, como lo suelen ser en la arquitectura de tradición hispanomusulmana y en consecuencia los de nuestra arquitectura colonial, llenos de sorpresas que se intuyen antes y después en la oscuridad de la noche o a plena luz del día, con lo que se llega al teatro griego, en el que se sabe que va a pasar y lo importante es cómo, solo que en La luz difícil eso tampoco es seguro. Es como recorrer La Alhambra leyendo al tiempo algún cuento de Washington Irvin que suceda en la Torre de las Infantas por ejemplo, o por lo contrario simplemente María que ya sabemos que tiene que morir.
En la segunda o tercera página de la novela de Gonzáles se anuncia escuetamente algo terrible y sin lugar a dudas pero que parece un error y que solo en la última se comprueba que sí es la muerte que estábamos intuyendo a través de la penumbra. Y entre esa entrada y esa salida se vive en varias épocas y ciudades como sucede con la gran arquitectura que no se queda en el pasado sino que se experimenta en el presente. Se habla mucho de la muerte y todo el mundo se muere o se va a morir pero es una historia de vida, amor y de erotismo, que lo es mucho en la medida en que las pocas alusiones al sexo son tiernas, sencillas y cotidianas. De amor al amor, a la amistad, a la vida, la bondad y la belleza y desde luego a la verdad, que como lo escribió John Keats es bella.
El protagonista, que cuenta la muerte de su hijo y apenas menciona pero con mucho amor la de su mujer amada, y la vida de su otro hijo y de las insólitas novias de ellos, y la de sus amigos de verdad y otros compañeros de infortunio y la de su gato por supuesto, bien podría haber sido un arquitecto y no un pintor. Un Gastón Lelarge, aprendiz de Charles Garnier en la Opera de París, con su vida como de novela pero para quien de último estaba el mar, a donde se fue a morir. En Cartagena dejó una, Parole donnée, el Club Cartagena y esa apuntada cúpula de San Pedro Claver, que tanto critica el fotógrafo y arquitecto restaurador Germán Téllez, y no sin razón, pero que es un hito en el horizonte de la bahía vista desde la Casa de Huéspedes Ilustres de Colombia de Rogelio Salmona, en donde el manejo de la luz en la arquitectura parece engañosamente tan fácil.
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