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Ciudad y paisaje. 28.04.2021

Para principiar, hay que precisar que se trata de esas partes de un territorio natural que son admirables por su aspecto artístico, y que pueden ser observadas desde un determinado lugar (DLE), a las que se agregan las calles, avenidas, plazas, parques, zonas verdes y toda clase de edificaciones que conforman cualquier ciudad. Paisajes que en algunos casos, como precisamente los que acogen las ciudades, y entonces son considerados ahora, además de por sus valores estéticos, por los culturales, y debido a eso pasan a ser objeto de protección legal buscando garantizar la conservación de lo que queda de ellos, y se procede a recuperarlos si es necesario.


Al respecto escribe, casualmente, Robert Macfarlane en su libro Bajotierra, 2019, pues su tema es precisamente lo que está bajo tierra, que: “Todas las ciudades son adiciones a un paisaje que requieren sustracción de otro paisaje” (p. 147). El hecho es que al tiempo que las calles y edificaciones de las ciudades se agregan a un paisaje preexistente, se le sustrae a este el área que ocupan, transformando inevitablemente el territorio. Así, dicha transformación puede ser positiva o negativa, casi total o apenas parcial, o en ciudades muy grandes o pequeñas, lo que define cada situación; desde lo casi imposible de acabar con la belleza de Río de Janeiro hasta la de París que sustituyó al paisaje.

Tal como lo observa Macfarlane: “Las ciudades nos parecen horizontales, pero naturalmente también son verticales. Los edificios, los ascensores y el espacio aéreo las extienden hacia arriba por el aire, y los túneles, los montacargas subterráneos, los sótanos, los cementerios, los pozos, los cables soterrados y las minas las extienden hacia abajo” (p. 157). Pero por supuesto lo que se admira en las ciudades es lo que apunta al cielo; primero fueron zigurats, luego pirámides, después templos en acrópolis, más tarde campanarios y alminares, y por último cada vez más altos rascacielos para cualquier uso y en cualquier parte, que ya no señalan el cielo sino apenas la prepotencia y el dinero.

Así, como concluye Macfarlane, desde el Siglo XX: “Nuestras ciudades crecen rápidamente en sentido vertical. Con el crecimiento en número y tamaño de las ciudades del planeta desde mediados del Siglo XX, y con el desarrollo de nuevas tecnologías, tanto la altura como la profundidad de nuestras ciudades ha aumentado de forma asombrosa (p. 159). Infortunadamente muchas ciudades en todo el mundo, imitando torpemente el Loop de Chicago o a Manhattan, pronto se llenaron desordenadamente de edificios innecesariamente cada vez más altos, y no como en París en la que al parecer fue el general Charles De Gaulle quien logró que estos se concentraran sólo en La Défense.

Considerar primero el paisaje, es decir la geografía que preexiste, y después la ciudad, que se agrega, junto con su historia, debería ser el orden a seguir, y así fue en todas las muchas fundaciones españolas en el Nuevo Mundo. Y no lo contrario, como ocurre en Cali, aunque afortunadamente su paisaje de valle, cerros y cordillera atrás es tan grande e imponente que perdurará, pero desde luego esto no justifica la construcción de vulgares edificios altos en las laderas de sus tres cerros y ni el haber llenado de feas antenas el de las Tres Cruces, y queda pendiente su definitiva y continua reforestación y la protección de sus quebradas y ríos, la que es urgente bajo la amenaza del cambio climático.

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