Analizando los proyectos
seleccionados, expuestos desde ayer en el vestíbulo de la Estación Central, tal
parece que los arquitectos colombianos nos preocupamos mas de la apariencia de
los edificios que de cómo conforman las ciudades. Inquieta que nuestra
referencia común en Latinoamérica sean principalmente las revistas españolas, a
pesar de las muy buenas que hay en algunos de estos países pero que son
desconocidas en los demás. No nos interesan los problemas que compartimos ni
sus soluciones, pero tampoco las ajenas: solo las imitamos. Ignoramos la
arquitectura tradicional del mundo llamado subdesarrollado, generalmente
maravillosa, pese a que compartimos antiquísimas tradiciones, climas, paisajes,
problemas y recursos; ni nos interesa su arquitectura contemporánea. Obras
significativas para nosotros, como la de Hassan Fathy en Egipto, Sir Geoffrey
Bawa en Sri Lanka, Charles Correa y Raj Rewal en la India, Sedad Eldem en
Turquía y muchos otros en Marruecos, Egipto y Corea, Singapore, Indonesia y
también, por supuesto, en la misma Hispanoamérica y Colombia, no nos llaman la
atención.
Pero
tampoco conocemos bien la del Primer Mundo. Poco estudiamos esos edificios que
imitamos y raramente conocemos su implantación y menos su devenir en esas
lejanas ciudades que no frecuentamos. No buscamos variaciones pertinentes a
nuestras circunstancias sino que calcamos sus formas, acostumbrados a que casi
todo viene de un afuera del que, como en el mito de Platón, sólo vemos sus sombras.
Productos de la transculturación, difícilmente la entendemos. Somos
provincianos al tratar de evitarlo. Ignoramos que, como dijo Nicolás Gómez
Dávila, el que se cree original sólo es ignorante. Nos entregamos al poder
seductor de esas revistas exquisitas y costosas con sus bellas imágenes de
edificios asépticos, sin uso, mojados previamente para que se reflejen en las
fotografías, iluminados como sets y a propósito descontextualizados; sin
estrenar, ni muebles, gente o vecinos. La arquitectura se volvió caprichosa y
efectista, y como si fuera apenas para nuestro ego. Parece que sólo nos
interesara como sale en las revistas o se ve en las bienales.
Los jurados no tienen otra opción que ver los edificios
como un fenómeno puramente epidérmico y no volumétrico, espacial y ambiental.
Difícilmente se pueden enterar del aspecto urbano, presente en casi todo
proyecto arquitectónico, pues ni siquiera visitan la obras que premian. La
mayoría de las fotografías en las que se basan son de volúmenes exteriores, que
no espacios urbanos, y son escasas las de los interiores. No mostramos los
edificios en sus contextos construidos pues difícilmente producen bonitas
fotografías. El mejor para una calle –correcto, sencillo, discreto y
relacionado con sus vecinos- no es el más llamativo para una bienal, revista,
exposición, concurso o taller de diseño. Mirada del todo miope pues para
valorar de verdad edificios y ciudades hay que recorrerlos y vivirlos. Para
mostrarlos bien –y no solo sus mejores imágenes- hacen falta muchas fotos,
maquetas, textos y planos a propósito, información que raramente se pide ni
acepta
Impresiona lo superficiales que somos y nuestra falta de
profesionalismo y cultura arquitectónica y de la otra. Nos dejamos llevar de
apariencias y falsos conceptos estéticos promovidos por la gran industria
transnacional para incrementar el consumo de sus productos. Confundimos lo
simple con lo sencillo y lo complicado con lo complejo. Estamos dispuestos no
solo a sacrificar la calidad de los ambientes para la vida, al comprometer
espacios para lograr volúmenes, sino a olvidarnos de estos para lograr imágenes
llamativas. Lo light de revistas, exposiciones y bienales esconde cada vez más
la realidad agobiadora de nuestras ciudades. No creamos tradiciones si no que
destruimos las que hay. Ignoramos la advertencia de Oscar Wilde: "Nada es
tan peligroso como ser demasiado modernos. Queda uno expuesto a pasar de moda
de repente." Lo que, aunque propio de la moda y no tan grave en los
edificios, es letal para las ciudades.
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