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Arquitectura desechable. 29.11.2001


En tiempos del Descubrimiento, en las ciudades europeas los tipos edilicios persistían durante largo tiempo, los trazados y parcelamientos originales no tenían cambios notables y la ubicación de la población tendía a ser estable, habitando en muchos casos du­rante generaciones en los mismos lugares.
          Las ciudades americanas, por el contrario, como lo ha observado el arquitecto e historiador Ramón Gutiérrez, son desde su inicio muy diná­micas. Los tipos se sustituyen frecuentemente y los trazados originales sufren superposiciones, mutilaciones y transformaciones, que en ocasiones los tornan irreconocibles; las gentes raramente permanecen en un mismo lugar ni siquiera en una misma generación. Barrios enteros cambian de carácter físico y social en pocos años. Las calles, los barrios y los edificios cambian de nombre según los vaivenes de la política o a im­pul­sos de la "modernización". No hay en las ciudades americanas muchos aspectos de “larga dura­ción”, en términos del famoso historiador francés Fernand Braudel, más allá de algunas direcciones básicas del trazado y la topografía e incluso esta suele sufrir notorias modificaciones. Todo esto hace que la identidad de nuestras ciudades sea indecisa y cambiante, y que no resida exclusivamente en el pasado sino que se construya día a día, formada más por los proyectos de modernización que por lo que ya existe.
          Solamente en ciudades como México y Cuzco, emplazadas en ámbitos cultu­rales precolom­binos muy fuertes, se mantuvo la organización espacial anterior pero se destruyeron los edificios. En el resto de Hispanoamérica la cuadrícula se repitió sobre el territorio como una marca de posesión,  como signo de un mundo nuevo, separado de su pasado europeo e impuesto sobre la nueva tie­rra. Un mundo sin pasado, que debía forjarse su propio pasado y construir sus propias memo­rias.
          Estas tendencias se acentuaron en Hispanoamérica en los dos últimos siglos. Por ejemplo, las razones para acometer a principios del XIX la construcción de una nueva iglesia parroquial en Cali, al lado de la vieja iglesia mudéjar de San Francisco, son mas profundas que la mera necesidad de reconstruirla o ampliarla una vez más. Lo que se buscaba era un cambio de su imagen, y de la ciudad misma, acorde con un nuevo estado de cosas producido por las reformas borbónicas en las colonias de ultramar del Imperio Español, a tal punto que su campanario, la conocida Torre Mudéjar, junto con la Iglesia de San Antonio y el convento y capillas de La Merced, fueron lo único que quedó de la Colonia.
          Para finales del XX las familias colombianas ya cambian todas de domicilio muchas veces y de ciudad con frecuencia varias, cuando no de país, con una rapidez nunca vista. Como si sobrara el dinero se tira todo lo construido sin importar su estado ni condición. Los edificios se demuelen mucho antes de que termine su vida útil. Las casas se convierten en locales o se les sobreponen uno o más pisos o se demuelen para levantar edificios. Cuando no hay como construirlos de nuevo se remodelan los existentes a fondo o al menos se les transforma su imagen. Al contrario de lo que sucede en Europa y Estados Unidos, lo viejo se desprecia por serlo. Ciudades como Cartagena o Popayán son una excepción, pero en ellas muchos los que aprecian lo antiguo suelen ser extraños y extranjeros.
          La crítica de John Ruskin en Las siete lámparas de la arquitectura  (Capitulo VII: La lámpara de la obediencia) a la arquitectura europea, hace siglo y medio, sigue siendo válida hoy aquí: "No transcurre un día sin que nuestros arquitectos se preocupen en buscar el modo de mostrarse originales y de inventar un estilo nuevo, lo cual viene a ser tan razonable y necesario como solicitar a quien jamás hubiera cubierto sus espaldas con la ropa necesaria para protegerse del frío, la invención de un corte nuevo de sobretodo."


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