En tiempos del
Descubrimiento, en las ciudades europeas los tipos edilicios persistían durante
largo tiempo, los trazados y parcelamientos originales no tenían cambios notables
y la ubicación de la población tendía a ser estable, habitando en muchos casos
durante generaciones en los mismos lugares.
Las ciudades americanas, por el contrario, como lo ha
observado el arquitecto e historiador Ramón Gutiérrez, son desde su inicio muy
dinámicas. Los tipos se sustituyen frecuentemente y los trazados originales
sufren superposiciones, mutilaciones y transformaciones, que en ocasiones los
tornan irreconocibles; las gentes raramente permanecen en un mismo lugar ni
siquiera en una misma generación. Barrios enteros cambian de carácter físico y
social en pocos años. Las calles, los barrios y los edificios cambian de nombre
según los vaivenes de la política o a impulsos de la
"modernización". No hay en las ciudades americanas muchos aspectos de
“larga duración”, en términos del famoso historiador francés Fernand Braudel,
más allá de algunas direcciones básicas del trazado y la topografía e incluso
esta suele sufrir notorias modificaciones. Todo esto hace que la identidad de
nuestras ciudades sea indecisa y cambiante, y que no resida exclusivamente en
el pasado sino que se construya día a día, formada más por los proyectos de
modernización que por lo que ya existe.
Solamente en ciudades como México y Cuzco, emplazadas en
ámbitos culturales precolombinos muy fuertes, se mantuvo la organización espacial
anterior pero se destruyeron los edificios. En el resto de Hispanoamérica la
cuadrícula se repitió sobre el territorio como una marca de posesión, como signo de un mundo nuevo, separado de su
pasado europeo e impuesto sobre la nueva tierra. Un mundo sin pasado, que
debía forjarse su propio pasado y construir sus propias memorias.
Estas tendencias se acentuaron en Hispanoamérica en los dos
últimos siglos. Por ejemplo, las razones para acometer a principios del XIX la
construcción de una nueva iglesia parroquial en Cali, al lado de la vieja
iglesia mudéjar de San Francisco, son mas profundas que la mera necesidad de
reconstruirla o ampliarla una vez más. Lo que se buscaba era un cambio de su
imagen, y de la ciudad misma, acorde con un nuevo estado de cosas producido por
las reformas borbónicas en las colonias de ultramar del Imperio Español, a tal
punto que su campanario, la conocida Torre Mudéjar, junto con la Iglesia de San
Antonio y el convento y capillas de La Merced, fueron lo único que quedó de la
Colonia.
Para finales del XX las familias colombianas ya cambian
todas de domicilio muchas veces y de ciudad con frecuencia varias, cuando no de
país, con una rapidez nunca vista. Como si sobrara el dinero se tira todo lo
construido sin importar su estado ni condición. Los edificios se demuelen mucho
antes de que termine su vida útil. Las casas se convierten en locales o se les
sobreponen uno o más pisos o se demuelen para levantar edificios. Cuando no hay
como construirlos de nuevo se remodelan los existentes a fondo o al menos se
les transforma su imagen. Al contrario de lo que sucede en Europa y Estados
Unidos, lo viejo se desprecia por serlo. Ciudades como Cartagena o Popayán son una
excepción, pero en ellas muchos los que aprecian lo antiguo suelen ser extraños
y extranjeros.
La crítica de John Ruskin en Las siete lámparas de la
arquitectura (Capitulo VII: La lámpara
de la obediencia) a la arquitectura europea, hace siglo y medio, sigue siendo
válida hoy aquí: "No transcurre un día sin que nuestros arquitectos se
preocupen en buscar el modo de mostrarse originales y de inventar un estilo
nuevo, lo cual viene a ser tan razonable y necesario como solicitar a quien
jamás hubiera cubierto sus espaldas con la ropa necesaria para protegerse del
frío, la invención de un corte nuevo de sobretodo."
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