En Hispanoamérica las ciudades algo
cambiaron, comparadas con las medievales de las que vinieron sus fundadores.
Fueron nuevamente trazadas previamente a su
construcción, como lo habían sido las antiguas colonias griegas, los
campamentos romanos y las ciudades militares en el medioevo. Pero conservaron
las calles, ahora derechas, las manzanas y los patios y zaguanes. Y aunque las
plazas perdieron contundencia al tener abiertas sus cuatro esquinas, siguieron
siéndolo hasta que la generación romántica de finales del siglo XIX las
convirtió en parques en muchos pueblos y ciudades hispanoamericanos, para
alejarlas de España y acercarlas a una Francia que se había reemplazado las
estatuas de los reyes por los árboles de Rousseau, e inventado la latinidad
para su propio beneficio.
Sin una verdadera tradición urbana
(nuestras ciudades premodernas eran realmente apenas pueblos) y sin muchas
posibilidades de conocer verdaderas ciudades (están muy lejos y nos regodeamos
en mirarnos a nosotros mismos) rechazamos lo que de artefacto tienen las
ciudades y la importancia de su belleza. Creemos que la vida ciudadana se puede
llevar a cabo bien en medio de la feura. Dejamos de lado que sin una buena
arquitectura complementaria de un buen urbanismo, no resulta cosa distinta que
el caos visual y la inexistencia de espacios urbanos públicos conformados
artísticamente. La ciudad, entre nosotros, pasó de ser una obra de arte
colectivo para vivir -como lo fueron casi todas las ciudades tradicionales
durante cientos años y muchas lo siguen siendo renovadamente- a ser solo
ineficientes asentamientos para habitar, trabajar y circular. El encuentro
ciudadano en calles, plazas, parques, rondas y paseos, se ha reemplazado por la
vida artificial y segregada de los centros comerciales y por el autismo de la
TV.
Los carros y la publicidad han
invadido el espacio público de las ciudades y pueblos colombianos. Los peatones
poco son considerados en el rediseño de las calles, las que se convierten en
vías solo para los carros. Los ingenieros viales (con una deficiente formación
en este país) poco se interesan en la ciudad; solo piensan en flujos como si
estuvieran diseñando alcantarillas. Para rematar, con frecuencia se cae en el
error de creer que recuperar los espacios urbanos es llenarlos de objetos:
materas, escalinatas, "obras de arte", bolardos y bancas. Elementos
muchas veces innecesarios pero que en los planos de los arquitectos se ven
bonitos. Incluso, como pasa en Cali, se contrata el llamado mobiliario urbano y
después se ve en donde ponerlo, pues desde luego el interés en él fue la
publicidad y no la ciudad. Caso extremo son los mogadores, que se inventaron
para anunciar eventos culturales o recreativos, pero que en Cali son
"soportes informativos" atravesados de cualquier manera en el espacio
público para vender objetos y servicios.
En Colombia, con contadas excepciones
como Cartagena, las ciudades se han vuelto, por su rápido, grande y confuso
crecimiento, además de feas -muy feas, como es el caso patético de Cali-
inseguras, caóticas, bulliciosas y sucias. Y esto es grave pues en ellas ya
habita cerca del 80% de su población. Es imperativo mejorar la calidad de la
vida urbana, principiando por recuperar belleza de lo público, pero no como
algo accesorio sino como un valor implícito no solo en edificios y calles, sino
también en todas las obras que se hacen para mejorar su infraestructura y sus servicios.
El problema radica en
que, como decía el gran arquitecto mejicano Luis Barragán, la belleza apenas le
interesa a los llamados primitivos y a los hombres y mujeres cultos; a la gran
mayoría de las personas hoy únicamente les preocupa el confort o están presos
de la moda, la que entre nosotros suele ser apenas imitación empobrecida de la
penúltima moda.
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