En la medida en que hemos destruido
torpemente ya buena parte de nuestro patrimonio, por el afán de ser modernos a
toda costa, hay que comenzar a valorarlo de otra manera. Lo construido no solo
representa una inversión social y económica considerables, sino que es un
galvanizador cultural insuperable. Destruirlo es acabar con los ambientes
urbanos en que se reconocen y respetan las diferentes generaciones, capas y
estamentos que conforman la sociedad. De ahí la violencia.
Pero aunque parece
sorprendente, es posible recuperarlo. Por supuesto no los edificios, como
quisieran muchos conservacionistas (por lo que con frecuencia caen en nefastos
pastiches), pero sí sus características más relevantes: sus modelos, tipos y
patrones. Y esto es muy importante en lo que tiene que ver no solamente con el
uso de los edificios, sino y sobre todo con lo que estos implican en las
ciudades pues son los que las conforman.
Volver
a tener patios, por ejemplo, sería muy importante. En las tierras calientes,
que son la mayoría en este país de maravillosos climas tropicales, ahora que
sus enfermedades endémicas están más controladas, son insuperables. Pero no
solo por la eficacia con que controlan el clima sino por la privacidad que
garantizan. Nosotros fuimos una cultura de patios y podemos volver a serlo. Los
patios no son antiguos ni modernos: solo hubo maneras antiguas de concebirlos,
usarlos y construirlos y las hay modernas. Sus formas evolucionan o cambian
pero como tipo arquitectónico no pueden progresar; está determinado por las
características del hombre y el planeta, que son las mismas hace milenios; solo presentan rasgos culturales
y de época.
Igual
pasa con las calles. La arquitectura y el urbanismo modernos no se contentaron
con agregar algunos elementos propios (la zona verde, el antejardín abierto, la
autopista urbana) a los pocos pero contundentes que las ciudades produjeron a
lo largo de milenios, sino que procuraron, con la ilusión del cambio, la
destrucción del mas importante de ellos: la calle. Es inaplazable parar esta
inútil y gravísima destrucción que termino por destruir las ciudades
tradicionales. Es imperativo abolir para siempre esa estúpida e increíblemente
dañina práctica de retroceder las líneas de paramento con la disculpa de
ampliar las calles, cosa que en ninguna parte se ha logrado por este método
pero, tal parece, es increíble, nadie se da por enterado.
Hay
que volver a los simples paramentos y alturas obligatorias. Antes lo eran, los
primeros, por un sencillo sentimiento de conveniencia e igualdad, y las
segundas, por la afortunada limitación de las técnicas constructivas;
únicamente se competía con los demás con la ornamentación de las portadas. Los
edificios innecesariamente altos (las torres de San Giminiano y Bolonia no lo
son), alimentados secretamente por la codicia, acabaron con la preponderancia
de los monumentos y con la privacidad de los patios de las casas, con la
disculpa de la modernidad, el progreso y el aumento de la densidad, cosa esta
ultima que muy raramente se logró. Con edificios de mediana altura, de mucho
mejor comportamiento ante temblores e incendios, se pueden obtener densidades
altas que impiden que se extiendan las ciudades para beneficio exclusivo de los
terratenientes que las rodean. Permiten tambien recuperar la animación de las
calles de sus centros y sub centros, sin destruirlos, al no cambiarles su
escala, y garantizan, por otro lado, la tranquilidad de los barrios
residenciales mas alejados.
Conservar bien el
patrimonio construido que queda, incluyendo el moderno, se vuele entonces
doblemente importante pues se trata de no solo de conservar los objetos en si
mismos sino por que ellos permiten entender mejor las ideas que ilustran.
Defender el patrimonio construido ya no podrá ser más reconstruir lo viejo, que
se destruyó, sino construir lo nuevo con las mejores y aun pertinentes
características de lo viejo.
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