Los mal llamados
ambulantes son en estos países una realidad económica de a puño. Pero además el
comercio de mercancías en el suelo esta fuertemente arraigado en nuestra
tradición, y beneficiado por los climas benignos de este país, sobre todo en
tierra caliente. El problema, pues, no son los vendedores sino que perdieron
sus espacios. En las plazas (además de fiestas, corridas, carreras de caballos,
paradas, fusilamientos y manifestaciones) no solo se hacían los mercados
semanales sino también estas ventas cotidianas; lo mismo que en las plazuelas y
en esas calles que se ensanchan a la mitad de la cuadra o en uno de sus
finales, o "largos" como bellamente los llaman en Portugal y Brasil.
La solución, entonces, no es tratar de eliminar los
vendedores (lo que solo será posible con el desarrollo de la economía) sino
devolverles sus espacios, en donde este necesario comercio (de no serlo no
existiría) pueda llevarse a cabo sin causar problemas. Donde el espacio urbano
es suficiente no solo no molestan sino que lo sirven y alegran; como sucede en
esos "socos" que tanto aprecian los viajeros en el Magreb, muy
estrechos pero por los que no pasan carros; o como se puede ver aquí no mas en
la calle 11 o en la 12 o incluso en la Plaza (ahora parque) de Caicedo (así
esta escrito en el pedestal del monumento) en donde también caben
saltimbanquis, mimos, botafuegos, pensionados, desempleados, desplazados y
escribidores de cartas de amor, judiciales, fiscales y otras. El comercio en
las calles y plazas es tan viejo como las ciudades mismas y su potencial lúdico
es enorme, como todavía se puede vivir aquí en cualquier mercado de esos
pueblos que aun no ha arrasado el "progreso".
Si se redujeran todas las calzadas de las calles del centro
de Cali a solo dos carriles sobrarían muchos espacios. En ellos se podrían
reubicar los vendedores que ahora invaden los andenes haciendo que los peatones
se tengan que bajar a la calzada poniendo en peligro su vida y estorbando la
circulación de vehículos. Incluso en algunas partes se podrían construir
cubiertas altas (para que no las tuguricen como paso con la tontería que
construyeron en el mercado de Siloe) y se podrían dotar de agua, energía y
baños públicos. Por supuesto tendrían que pagar un mínimo derecho por el uso
del espacio urbano publico, y castigados fuertemente cuando se salgan del sitio
asignado.
Muy buenos ejemplos de estas plazuelas cubiertas se
encuentran en Ciudad de México y alrededor de algunas de las estaciones del
Metro en Caracas. Obviamente tienen que estar por donde pasa la gente, pero al
ser realizadas con buena arquitectura, dejan el piso plano, liso, continuo y
sencillo para que allí, en el suelo, se instalen con sus cachivaches los
vendedores de la calle de tal manera que no perturben la libre, segura y
placida circulación de peatones y vehículos; y en unas condiciones mínimas de
higiene, orden y comodidad. Meterlos en edificios es desconocer de entrada su
naturaleza. Es ignorar la fuerza conjunta de la necesidad y la cultura. Es
volverlos empleados mal pagados (los que
se dejan) de almacenes minúsculos y pobres. Además poco sirve pues de inmediato
aparecen nuevos vendedores en las calles. Otra cosa es desarticular las mafias
que los manejan a muchos de ellos e impedir la venta de contrabando.
El problema como siempre es que, como muchas otras
iniciativas para mejorar la calidad de vida en esta ciudad, poner orden demanda
autoridad y conocimientos, no solo de urbanismo sino de historia, y que, al
revés de los innecesarios puentes para carros particulares a que se dedican las
autoridades, la inversión en simples andenes no les resulta suficientemente
atractiva, amen de que aquí tal parece que se cree que no se pueden cobrar por
valorización.
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