Había montones de
"propuestas" de los aspirantes al Congreso de la República. La
mayoría imbéciles pero algunas de buena voluntad o hasta interesantes
(patéticas las colgadas grotescamente de los postes de las calles de Cali) pero ninguna concretamente sobre las
ciudades. Los políticos colombianos parecen ignorar que en ellas ya vive casi
el ochenta por ciento de los ciudadanos del país, precisamente, y por lo tanto
casi la totalidad de sus eventuales electores. Igual que a la supuesta
subversión, no les interesa lo urbano ni la calidad de la vida urbana ni son
sensibles a su estética, ni siquiera al atardecer que es cuando todas las
ciudades (incluyendo Cali) son bellas, como dijo tan pertinentemente el poeta
ruso americano Joseph Brodsky. Que
diferencia con Pericles que lideró el homenaje que los ciudadanos de Atenas
levantaron en lo alto de su polis como
símbolo de su poder creciente y su casi perfecta democracia -cada uno se
representaba a sí mismo- después de vencer al absolutismo persa.
Solo parece interesarles, a la mayoría al menos, la tajada
que puedan sacar de unas obras públicas que las más de las veces acaban con lo
que de ciudades tenían nuestras ciudades. Por eso les debe parecer ridículo
preocuparse por sus espacios públicos y poco les importa que las cretinadas que
proponen en sus propagandas, que parecen dirigidas a un electorado que deben
pensar estúpido, no lleven a nada diferente a la fijación de una imagen para
que sus clientelas puedan chulear el voto, comprometido previamente a cambio de
cualquier cosa o ilusionado en las falsas promesas que se reiteran
desvergonzadamente en cada nueva elección.
Es un electorado que no se piensa como ciudadano, ni en su
sentido político ni en el urbano. Democracia y ciudad tienen un origen común en
la Grecia clásica. En la Edad Media se decía que el aire de las ciudades
liberaba. El Renacimiento lo es de las ciudades. La revolución Francesa fue un
levantamiento urbano. Imposible pensar las democracias modernas sin las
ciudades. La gran reforma urgente que precisa este país es la de sus ciudades y
ya no tanto la agraria. La educación que demanda es la enderezada a formar
ciudadanos y no solo (malos) académicos. Y la política urbana que requiere es
la verdadera democracia participativa -pero culta, en el sentido no solo del
conocimiento sino de la tradición- a nivel
de barrios y sectores de las ciudades; la nacional tiene que ser
representativa.
Al
no existir políticos interesados en las ciudades, el control de los ciudadanos
sobre ellas es difícil. Los elegidos nada hacen por la seguridad, limpieza,
orden, silencio y estética de las calles de sus electores. Las
reglamentaciones cambian permanentemente, sin que los directamente afectados
sean consultados ni advertidos, para la conveniencia de algún propietario vivo
que quiere exprimir su lote sin que le importen los demás. Nadie está seguro de
que su barrio permanezca como tal o solo cambie con el consentimiento de sus
vecinos. Las calles de todos se usan para los carros de unos pocos. El derecho
fundamental de caminar es violado permanentemente. Se cobran valorizaciones a
todos por obras que la gran mayoría no usa ni
necesita, y que se diseñan mal y se construyen peor, y que casi siempre
se dejan tiradas pues su propósito es solo el repartir contratos y serruchos
para las clientelas de esos concejales, diputados, representantes y senadores
que se eligen con esos votos comprados, comprometidos o simplemente ignorantes
como los del domingo pasado.
Pero
por supuesto los peores votos son los de los que ni siquiera votan: son
irresponsables y peor de egoístas. Sólo cuando el voto de opinión llegue
también a la elección de concejos, asambleas y congreso, además de presidente,
habrá alguna posibilidad de que nuestra deficientísima democracia mejore; y con
ella, nuestras ciudades y la vida en ellas.
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