Dice Milan Kundera (El Telón / Ensayo
en siete partes, 2005) que a la novela hay que darle forma (igual que lo hace
un arquitecto con los edificios) y que la composición adquirió para el arte de
la novela una importancia primordial desde el principio. Como en la
arquitectura, que, igual que la novela, es histórica y también arte. La
historia común de las novelas, dice, las pone en múltiples relaciones mutuas
que “iluminan su sentido, prolongan su alcance y las protege del olvido.” Igual
que los edificios en cualquier ciudad, circunstancia que ignoran muchos
arquitectos que entre nosotros limitan su conocimiento “histórico” al de las
meras modas que nos son impuestas por revistas malas que sin embargo los
seducen. “Arrancadas de la historia de sus artes, poco queda de las obras de
arte” sentencia Kundera.
Los edificios sin referencias
históricas pertinentes y explicitas pronto pierden su sentido y no llegan a
alcanzar casi nada, o sencillamente extravían lo poco o mucho que alcanzaron
por su novedad de oropel de pocos días. Pero lamentablemente, a diferencia de
las novelas, no pasan al olvido si no que quedan por muchos años en contravía
de ciudades cuyas múltiples relaciones estéticas inevitablemente son
históricas. Si se quiere, la arquitectura de los edificios pasa al olvido pero
su construcción utilitaria y utilizada permanece ostensiblemente pero ni
siquiera despojada de su sentido sino con uno que se torna impertinente. Será
por eso que ciudades como la nuestra parecen cosa de orates. Como dice Kundera,
la historia del arte es perecedera pero su “palabrería” es eterna.
Por eso también nos recuerda que
muchos, incluyendo una parte de los herederos de Arthur Rimbaud (“Hay que ser absolutamente
moderno”), terminamos comprendiendo algo en apariencia inaudito: “hoy -dice-,
la única modernidad digna de ese nombre es la modernidad antimoderna.” Y el
hecho es que la generalización y vulgarización de la arquitectura y el
urbanismo modernos nos llevo a casi todos, arquitectos, promotores, políticos y
usuarios, a pensar que los edificios y las ciudades podían ser a-históricos, y
el resultado fatal de esta enorme equivocación, sobre todo en ciudades
tercermundistas como Cali, salta a la vista. De ahí que sea imperativo buscar y
recobrar el tiempo perdido. Tiempos perdidos pues en este caso si que están
tanto en el pasado como en el presente y desde luego en el futuro.
Pero en el sentido que les da San Agustín, como nos recuerda oportunamente
Claudio Conenna: “Resulta claro que futuro y pasado no existen y que
impropiamente se dice: tres son los tiempos: pasado, presente y futuro. Más
exacto sería decir: Tres son los tiempos: el presente del pasado, el presente
del presente y el presente del futuro. Estas tres formas existen en el alma […]
el presente del pasado es la memoria, el presente del presente es la percepción
directa y el presente del futuro es la expectativa...”. Tenemos que establecer
de nuevo múltiples relaciones mutuas con nuestro pasado arquitectónico, urbano
y constructivo, y enfrentar seriamente y con verdadera creatividad los retos
del presente como el hecho contundente de que estamos en una zona de alto
riesgo sísmico y que disfrutamos de un clima, una topografía y un paisaje
bellos y benévolos. Solo así podremos tener la expectativa de un mejor futuro
como ciudad.
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