Como tantos elementos de esa ciudad
norteamericana que Fernando Chueca-Goitia define en su Breve historia del
urbanismo como “doméstica y campestre”, el supermercado se impuso en
Hispanoamérica en nuestras ciudades de tradición colonial, “públicas y del
mundo clásico, la ciudad por antonomasia”. En Colombia, por ejemplo, el mercado
-origen milenario de la ciudad en el oriente- desapareció del todo de las
plazas mayores y estas se convirtieron en parques, y las bellas “plazas de mercado”
de la primera mitad del siglo XX poco a poco han sido eliminadas. Como la de
Armenia, que ocupaba tres manzanas, última que ha sido demolida en aras a la
modernidad y el progreso para hacer un intercambiador vial, claro está, después
de que había salido incólume del terremoto que destruyo casi media ciudad.
Pero
por supuesto los supermercados tienen sus ventajas. Hay en donde parquear o
como tomar un taxi, y bajo cubierta y en un ambiente apacible y climatizado se
encuentran casi todos los alimentos y elementos para el hogar posibles,
ordenados en góndolas de tal manera que quedan a la vista, limpios y con el
precio puesto. Se toma en silencio lo que se necesita, se lleva en un cómodo
carrito, se paga con dinero, cheque o cualquier tarjeta y hasta se puede
retirar efectivo. No es necesario pedir rebaja y las cantidades se supone que
son exactas. Tambien se encuentra otro tipo de artículos sin tener que ir a la
droguería, el granero o la ferretería. En los mas grandes hay ropa y muebles,
casi de todo: bancos, zapaterías y sastrerías; cafeterías y hasta salones de
belleza.
El
problema con los de Cali es que están perdiendo estas ventajas y adquiriendo
los inconvenientes de los mercados de pueblo, pero sin su animación autentica,
su belleza y carácter. Les ponen música estruendosa dizque para alegrarlos; los
atiborran de cosas de manera que ya no se ve nada (esto lo han corregido
últimamente) y los llenan de entrometidas “impulsadoras” de minifalda que no
dejan seleccionar lo que cada uno desea en paz, engañando a los clientes con el
cuento de que lleve dos por el precio de uno. Todas las semanas cambian de
sitio las cosas y la propaganda lo cubre todo pero no explica nada. Si bien se
pueden distinguir con algún esfuerzo las etiquetas es difícil saber cuales son
los contenidos; se ve de que marca es la leche pero para enterarse de que tipo
es preciso examinar cada caja. En lugar de estar los artículos agrupados por
variedades lo están por marcas, los comestibles están revueltos con los jabones
y las cervezas regadas por todo el local. Y así.
Pero lo
verdaderamente grave es que aun no hemos entendido que tratándose de la ciudad,
que siempre es antigua, como dice Chueca-Goitia, lo moderno hay que agregarlo a
lo premoderno sin destruirlo; refuncionalizandolo. Es el caso de la tienda de
esquina que en lugar de ser renovada esta siendo amenazada por el falso
progreso y la moda. Un poco mas abastecida pero mucho mas sosa, en México y
Panamá, por ejemplo, ha pasado a llamarse “minisúper” y se han creado poderosas
cadenas nacionales de este engendro que está acabando con las de verdad hasta
en el último pueblo. En ellas ya no se compra al fiado con conversación
incluida, como en la tienda del papa del bestia de Manolito en Buenos Aires
sino, como en Bogotá, a la carrera: en un dos por tres, y de contado.
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