Lo afirmó
contundentemente Lewis Mumford en su crucial libro de 1938 La cultura de las
ciudades: “La ciudad prohíja el arte y es arte; la ciudad crea el teatro y es
el teatro. Es en la ciudad, en la ciudad considerada como teatro, donde se
formulan mediante el conflicto y la cooperación de las personalidades, de los
acontecimientos y de los grupos, las actividades más significativas del
hombre." Una ciudad sin lo que se podría llamar el teatro ciudadano no lo
es tal, o, al menos, lo es precariamente. Una ciudad es fundamentalmente el
encuentro de sus ciudadanos en sus calles, plazas y parques en sus actividades
colectivas y de paso para las privadas en eso que muchos llaman espacio público
sin entender a fondo de que se trata. Al menos así lo fueron durante milenios.
Cuando
Cali era apenas una pequeña capital de provincia en la primera mitad del siglo
pasado pero mas ciudad que ahora (mas bonita, ordenada, limpia, silenciosa y
segura), y cuando ya tenia dos salas de teatro, se fundo el TEC a partir de la
Escuela de teatro del Conservatorio que años antes había fundado Antonio María
Valencia. Después vendrían los Festivales de arte y mas tarde aun las Bienales
de gravado de La Tertulia y Cartón Colombia; los cine clubes, el cine caleño e
Incobalet; se hacían exposiciones importantes y se publicaban novelas, poesías
y revistas de literatura y cine; se consolidaba la Universidad del Valle. En
fin, se hizo aquí una de las mejores arquitecturas modernas del país sin
necesidad de destruir lo que ya había. En cada caso había alguien como Enrique
Buenaventura. “La ciudad es un cierto numero de ciudadanos” pensaba
Aristóteles.
Las ciudades son el escenario de nuestra cultura, como
concluyo Mumford. Contextos construidos lentamente a lo largo de los años o los
siglos por la competencia o la cooperación de algunos ciudadanos que crean en
ellos tradiciones y acontecimientos significativos y duraderos para los demás.
Que entienden que estos complejos y enormes artefactos son tan importantes como
los muchos hechos vitales que se suceden en ellos. Que son concientes de que
influyendo en su conformación y estética contribuyen al mejor acontecer de sus
vidas y las de los otros. O que exiliados en su propia ciudad se duelen cuando
presencian su deterioro y destrucción sin poder hacer nada efectivo para
impedirlo, aparte de tratar de señalarlo a personas que prefieren no verlo o
que sencillamente no están en capacidad de entenderlo.
Ahora
que Cali inicia el nuevo milenio con una conurbación de cerca de dos millones y
medio de habitantes y siendo centro de un sistema de ciudades en el que viven
casi otro tanto, no sabemos que pasará con el TEC; solo que cambiará. Ni que
sobrevendrá a lo que resiste del patrimonio urbano y arquitectónico que queda
diseminado en la ciudad o a su vapuleado centro tradicional en el que las
representaciones de sus ciudadanos ya no son las de antes: han cambiado los
actores, los papeles y la escenografita. La ciudad se volvió fea –muy fea-
desordenada, sucia, ruidosa e insegura; ya casi no es arte y escasamente lo
prohíja; ya no es teatro de acontecimientos o, lo que es peor, estos no son
significativos. Afortunadamente queda el ejemplo, la enseñanza y el recuerdo de
gente como Enrique Buenaventura.
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