Para Margarita Mera Becerra
Hoy
no hay ciudad de verdad sin zoológico. Cali lo tiene pero muchos lo ignoran. Si
mas gente fuera a observar sus animales tal vez dejaríamos de ser tan bestias
en nuestro comportamiento ciudadano. Los antitaurinos, en lugar de preocuparse
de la muerte de los toros bravos en la plaza, que los hay en abundancia,
deberían ayudar, mejor, a la conservación de la vida de las muchas especies en
extinción en el país. Como la de los majestuosos cóndores de los Andes
tropicales –nuestro símbolo nacional- contra la cual en el Zoológico de Cali
luchan con éxito pero que hay que apoyar ahora y no cuándo ya para que. Viendo
frecuentemente su pasmosa belleza y la de los otros muchos animales que tienen
allí ¿qué tal el Tigre de Bengala?, tal vez se nos mejoraría nuestro mal gusto.
Los animales lo reconcilian a uno con la vida.
Igual pasa con los pendientes y
sinuosos senderos del Jardín Botánico, inaugurado hace unos meses mas arriba.
Estar en ese bello monte es ser uno mismo; es mejor y mas barato que ir al psicoanalista. Allí los caleños podrían aprender a oír el silencio o a volver
música el estruendo del río, y, sobre todo, a mirar lo mucho que no se ve.
También aprenderían por qué las ciudades no pueden “estar en el campo, que es
tan bello” como dicen que decía el General Hermogenes Maza en el siglo XIX,
cuando paradójicamente sí había en el país ciudades; unas pocas y muy pequeñas,
pero cabalmente ciudades. Los Ingenios y cultivadores de caña lo mínimo que
podrían hacer en compensación ha como nos tienen nuestro valle sería ayudar a
que el jardín botánico crezca mucho, ojalá al otro lado del rió, para que se
convierta en una reserva natural junto a la ciudad.
Y están, como no, los ríos.
El Cali, que une el zoológico, el restaurante Caliviejo (antigua casa de la
hacienda de Liverpool) y el jardín botánico. La Avenida Colombia debería llegar
hasta allá. Recordemos que el concejal Hernando Guerrero propuso hace 84 años
que fuera un paseo que “hermosearía a Cali, en grado tal, que no encontraría
similar en ninguna de las ciudades del País y, quizá, podríamos mostrarla con
orgullo a los europeos”. El pensaba
(bien) “que no hay en la ciudad ni en sus alrededores un paraje que se preste
más, para embellecerlo, como las pintorescas y risueñas márgenes de nuestro
Río, ni que beneficie a los habitantes, de todos los barrios, como este
proyectado paseo, ni que hermosee y adorne, por igual, todo el conjunto de la
ciudad […] en toda su extensión” (Informe al Concejo Municipal, 1921).
Y, claro, el Río
Pance, que es la playa (insuficiente) de Cali, al que tenemos que defender del
escandaloso permiso para extraerle materiales, otorgado por la C.V.C. por
treinta años. ¿Estarán locos o que? Pero no nos debería extrañar en esta
“zoociedad” que levantó monumentos feos y escribió bambucos malos a los que
destrozaron nuestras bellísimas montañas. Tambien están Arroyohondo, Menga, El
Aguacatal, El Cañaveralejo y El Meléndez, y hasta el Ríoclaro, los que hay que
recuperar. Y El Río Cauca, al que deberíamos devolverle su navegación para el
turismo y la recreación, y conectarlo con las lagunas de Aguablanca ¿Lo
pudieron hacer en Berlín con el Spree porqué no nosotros? Las ciudades de
verdad están casi todas junto al agua y solo unas pocas en medio de las
montañas. Cali podría tenerlas ambas; es una sola esperanza.
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