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Esperanzas. 19.05.2005


Para Margarita Mera Becerra
          Hoy no hay ciudad de verdad sin zoológico. Cali lo tiene pero muchos lo ignoran. Si mas gente fuera a observar sus animales tal vez dejaríamos de ser tan bestias en nuestro comportamiento ciudadano. Los antitaurinos, en lugar de preocuparse de la muerte de los toros bravos en la plaza, que los hay en abundancia, deberían ayudar, mejor, a la conservación de la vida de las muchas especies en extinción en el país. Como la de los majestuosos cóndores de los Andes tropicales –nuestro símbolo nacional- contra la cual en el Zoológico de Cali luchan con éxito pero que hay que apoyar ahora y no cuándo ya para que. Viendo frecuentemente su pasmosa belleza y la de los otros muchos animales que tienen allí ¿qué tal el Tigre de Bengala?, tal vez se nos mejoraría nuestro mal gusto. Los animales lo reconcilian a uno con la vida.
            Igual pasa con los pendientes y sinuosos senderos del Jardín Botánico, inaugurado hace unos meses mas arriba. Estar en ese bello monte es ser uno mismo; es mejor y mas barato que ir al psicoanalista. Allí los caleños podrían aprender a oír el silencio o a volver música el estruendo del río, y, sobre todo, a mirar lo mucho que no se ve. También aprenderían por qué las ciudades no pueden “estar en el campo, que es tan bello” como dicen que decía el General Hermogenes Maza en el siglo XIX, cuando paradójicamente sí había en el país ciudades; unas pocas y muy pequeñas, pero cabalmente ciudades. Los Ingenios y cultivadores de caña lo mínimo que podrían hacer en compensación ha como nos tienen nuestro valle sería ayudar a que el jardín botánico crezca mucho, ojalá al otro lado del rió, para que se convierta en una reserva natural junto a la ciudad.
Y están, como no, los ríos. El Cali, que une el zoológico, el restaurante Caliviejo (antigua casa de la hacienda de Liverpool) y el jardín botánico. La Avenida Colombia debería llegar hasta allá. Recordemos que el concejal Hernando Guerrero propuso hace 84 años que fuera un paseo que “hermosearía a Cali, en grado tal, que no encontraría similar en ninguna de las ciudades del País y, quizá, podríamos mostrarla con orgullo a los europeos”.  El pensaba (bien) “que no hay en la ciudad ni en sus alrededores un paraje que se preste más, para embellecerlo, como las pintorescas y risueñas márgenes de nues­tro Río, ni que beneficie a los habitantes, de todos los barrios, como este proyectado pa­seo, ni que hermosee y adorne, por igual, todo el conjunto de la ciudad […] en toda su extensión” (Informe al Concejo Municipal, 1921).
Y, claro, el Río Pance, que es la playa (insuficiente) de Cali, al que tenemos que defender del escandaloso permiso para extraerle materiales, otorgado por la C.V.C. por treinta años. ¿Estarán locos o que? Pero no nos debería extrañar en esta “zoociedad” que levantó monumentos feos y escribió bambucos malos a los que destrozaron nuestras bellísimas montañas. Tambien están Arroyohondo, Menga, El Aguacatal, El Cañaveralejo y El Meléndez, y hasta el Ríoclaro, los que hay que recuperar. Y El Río Cauca, al que deberíamos devolverle su navegación para el turismo y la recreación, y conectarlo con las lagunas de Aguablanca ¿Lo pudieron hacer en Berlín con el Spree porqué no nosotros? Las ciudades de verdad están casi todas junto al agua y solo unas pocas en medio de las montañas. Cali podría tenerlas ambas; es una sola esperanza.

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