Los vestidos siempre son nuevos.
Cambian con las estaciones, las horas del día o la pompa y circunstancias;
terminan por quedar pronto dañados y se regalan o votan, y solo algunos pocos
van a parar a los museos en donde se los conserva solo para ser vistos. Lo
mismo pasa con los muebles -o los carros, aviones o barcos-, que aunque duran
muchísimo mas, tienen mas o menos el mismo destino. O incluso los edificios,
pues apenas los que se convierten en museos de si mismos siguen siendo mas o
menos como fueron, ya que la mayoría se adaptan a nuevas exigencias o
simbologías o se demuelen. Las ciudades, por lo contrario -y no solo las que ya
están en ruinas-, siempre son viejas. Pero ni siquiera Venecia es solo museo de
si misma pese a que como dice el poeta Joseph Brodsky sea la mayor obra de
arte que ha producido nuestra especie.
Las ciudades “nuevas”
duran años en ser construidas de manera que sus primeros edificios y espacios
urbanos ya son viejos cuando aun no se han comenzado los últimos. Es el caso de
Brasilia, Chandigarh o Camberra, ahora, o de Monpazier y Mirande, en la Edad
Media, o Santa Fe, que levantaron los reyes Católicos al pie de Granada, o de
Palmanova, en el Renacimiento, si se quiere.
Es que, además, las ciudades están siempre en permanente construcción o
demolición, dependiendo de las circunstancias políticas, económicas, sociales,
culturales o técnicas, y, generalmente, al mismo tiempo. Por eso en ellas
siempre hay edificios nuevos, incluso sectores nuevos, pero siempre están
rodeados de contextos urbanos, inmediatos o lejanos, que ya son viejos; y que
constituyen invariablemente la mayoría de lo construido.
Por
eso los edificios, que solo son nuevos cuando se levantan, siempre se suman a
las preexistencias urbanas y arquitectónicas conformando mas ciudad vieja, y no
una nueva ciudad. Hecho urbano mucho mas importante que el ser simplemente
objetos grandes (que desde luego no solo son). Por eso los mejores, cuando no
se trata de verdaderos monumentos (que suelen ser otra cosa además de
edificios), son los que parece que siempre hubieran estado allí, en medio de
los que ya existían. Los que una vez terminados parecen “viejos” y no
“nuevos”; o, mejor, que tienen algo de
viejos y no solamente mucho de nuevos. Complementan lo preexistente en lugar de
tratar de reemplazarlo. En la arquitectura si que se cumple la advertencia de
Oscar Wilde: "Nada es tan peligroso como ser demasiado moderno. Queda uno
expuesto a pasar de moda de repente."
Pero este hecho,
fácilmente comprobable, es aun ignorado con peligrosa frecuencia en muchas de
nuestras escuelas de arquitectura. En ellas el contexto de los proyectos
académicos que hacen los estudiantes es apenas el blanco de la hoja de sus
dibujos, en los que es difícil que representen los edificios colindantes.
Lamentablemente todavía se enseña a proyectar edificios de la misma manera en
que se diseñan objetos: sin contexto ni vecinos, sin muebles ni clientes, sin
climas ni paisajes; sin tradiciones. Sin ciudad. En eso consistió la
tribialización de la arquitectura moderna en las nuestras: hacer lo nuevo como
si fuera a reemplazar rápida y totalmente lo viejo. Pero aunque fue mucho lo
que se destruyo no fue posible acabar con ellas, con el resultado de que mas
parecen ciudades viejas semidestruidas que nuevas en construcción.
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