Es evidente
nuestra incapacidad natural para juzgar rectamente, y nuestra inveterada
indiscreción. Es el caso de la polémica alrededor de Villa Adelaida en Bogotá.
Unos dejan de lado que si bien es una de las últimas casa quintas sobre la
Carrera Séptima que sobreviven, y hoy patrimonio de la ciudad, su realidad es
que ahora está rodeada de edificios. Pero los otros no se dan cuenta de que los
ocho pisos que piensan hacer atrás como para “compensar” su conservación, con
el sorprendente aval del Ministerio de Cultura, son demasiados para la escala
de la casa. Es el otro extremo del conservacionismo fundamentalista de los que
exigen que no se toque el patrimonio construido como si existiera solo en su
pasado idealizado y no materialmente en un presente que casi siempre le es
adverso, mas por ignorancia e insensibilidad que otra cosa.
Para “salvar” el patrimonio
construido hay que hacerlo rentable pero sin matar la gallina de los huevos de
oro. Es un problema cultural y no apenas económico. Cuando lo construido en el
pasado, que suele ser casi siempre mejor que lo construido hoy, es justamente
valorado y discretamente usado no hay necesidad de guarecerlo. El ejemplo de
Cartagena, Patrimonio de la Humanidad, es diciente. Sus bellas casas coloniales
se salvaron cuando se pusieron de moda entre extranjeros y capitalinos hace
cuarenta años, lo que elevo su valor comercial al punto de ser hoy los
inmuebles mas costosos del país. Pero el éxito presente de su pasado colonial
la esta llevando a la vulgarización de su futuro, y no solamente por lo frívolo
y codicioso de muchas de sus mal llamadas restauraciones, sino por la
especulación inmobiliaria que se apoderó de la ciudad.
La construcción de edificios muy
altos, de mala arquitectura y demasiado cerca de su centro histórico,
repitiendo el proceso de degradación del Rodadero en Santa Marta y de muchos
bellísimos pueblos en la costa mediterránea de España, sin duda traerá su
desvalorización y consecuente decadencia, y compromete el futuro de toda
Cartagena. No en vano los bogotanos están comenzando a privilegiar a Barichara
en su búsqueda de esa calidad urbano arquitectónica que nos dejó la Colonia,
que, como toda la arquitectura premoderna, es cada vez mas apreciada en el
mundo. Y por supuesto es el caso de San Antonio en Cali, cuyo futuro al parecer
a nadie le importa, ni siquiera a los que viven o trabajan allí, a los
supuestamente les gusta su pasado, al que con frecuencia idealizan, pero no se
inmutan ante su destrucción.
Como la lengua, las ciudades no se
escogen sino que se crece en ellas. Cuando se emigra a otra ciudad esta ya
existe, como cuando se aprende otra lengua, pero inevitablemente se establece
una transculturación. De la sindéresis de los recién llegados, cuando son
fuertes o muchos, depende que las conserven, transformen o destruyan. Perecería
paradójico que los españoles (de antes), que dieron su forma inicial a las
nuestras y que (algunos de ahora) han promovido, diseñado y financiado muchísimas
restauraciones de nuestro común patrimonio construido, al buscar (otros) que
ciudades como Panamá o Cartagena sean como Miami, haciendo aquí lo que ya no
les permiten tan fácilmente allá, estén es contribuyendo a que se vuelvan como
esas espantosas Los Ángeles de las que hablaba Carlos Jiménez hace unos días en
su columna.
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