Como bien
anota el conocido arquitecto y catedrático catalán Josep María Montaner (1954-), las casas, en países como Colombia, al menos
las de antes o las pocas que se hacen así ahora, “aunque sean pequeñas, se van
convirtiendo en microcosmos, pequeños mundos autónomos en los que conviven
obras de arte, plantas y árboles, objetos de artesanía popular y libros” (Arquitectura y crítica en Latinoamérica,
2011, p.31). Es decir, todo lo contrario a lo que muestran los engañosos
anuncios de decoración en revistas y periódicos, que en su desfachatez llegan
hasta decir que lo que venden es como vivir en el campo cuando, precisamente,
lo están destruyendo.
Pero esos
pequeños mundos son imposibles sin el aislamiento y privacidad que brindan los
patios y la esplendidez de las mayores alturas en las salas de estar. Elementos de la arquitectura de las casas
tradicionales del país que por supuesto se pueden tener en apartamentos dúplex
que en lugar de balcones tengan amplias terrazas a manera de patios, cerradas
con muros que garanticen su intimidad, y muchas materas con plantas
ornamentales, medicinales y hortalizas. Pero desde luego son mas costosos que
los “acuarios” que compra la gente con vista a otros acuarios que les
construirán enfrente, que no es que sean mas económicos sino mas pobremente
baratos.
Mas el problema no es su mayor costo
sino el cambio de paradigmas: a muchos en Cali le gusta vivir como si
estuvieran en Miami pues olvidaron sus casas con patios y solar y les han
vendido la idea de que lo moderno es vivir en un piso alto, entre mas alto
mejor, con grandes ventanales con vistas que son descarados engaños. Y no entienden que la meta posmoderna de las
ciudades en el mundo es que se more en ellas a partir de sectores que son como
pueblos, en los que todas las necesidades cotidianas están al alcance de una
corta caminada, como en San Antonio, o ir en bicicleta sin la amenaza de los
carros. Justo como en las ciudades intermedias del
país cuya calidad de vida es superior.
Valen, pues, las pertinentes palabras de Ramón Aguiló
Obrador (1950-) político e ingeniero industrial español, que recuerda Gines de Pasamonte, lector de esta
columna: “Nos gusta la ciudad porque aparte de espaciosa y antigua
guardaba los recuerdos de nuestros antepasados, los abuelos, nuestros padres y
toda la infancia. La ciudad era un vasto horizonte biográfico sentimental en el
que se entrelazaban infinitas historias casuales donde las calles, los bares,
las librerías, las esquinas, las luces glaucas del amanecer, esas ardientes
carnes de una urbanidad destripada, compartían protagonismo con los ciudadanos
(CRÓNICAS ALEMANAS, Ciudad tomada).
“No había manera de
desligar nuestra vida de la de nuestra ciudad, que iba adquiriendo alma y
carácter gracias a la capacidad para conservar todos esos recuerdos que
conforman su poliédrica identidad” apunta a continuación Aguiló, lo que
lamentablemente no es posible en el extremo sur de Cali, que como Palma de
Mallorca, su ciudad natal y cualquier ciudad ya en su mayor parte
contemporánea, “se ha convertido en lo que es porque es una ciudad condenada al
olvido, es decir, condenada a la muerte, condenada a vivir sin vida, a ser un
producto hecho y pensado no para ser vivido, sino para ser consumido y después
desechado”.
Comentarios
Publicar un comentario