Ya lo observó Leon Battista Alberti:
“nada protege tanto a una obra de la violencia de los hombres como la nobleza y
la gracia de sus formas” (Hanno-Walter Kruft, 1985, p. 57). ¿Será que las
formas de los edificios que se demolieron en Cali con motivo de los VII Juegos
Panamericanos, en 1971, no tenían gracia? Evidentemente no la tuvieron en una
ciudad en la que por esa época se había construido buena parte de la mejor
arquitectura moderna de Colombia, al punto de que varias de sus casas de esos
años se reconocen como las mejores del país.
Y con el publicitado ejemplo de
Brasilia la meta aquí era construir una “ciudad moderna”, y entre tanto
“borrar” la vieja. Cayeron el Palacio de San Francisco, el Cuartel del Batallón
Pichincha y el Hotel Alférez Real, para nombrar los mas destacados, y el
Edificio Otero se salvó a última hora. Pero la verdad es que la mayoría de lo
que se demolió fueron “casas viejas” cuya “gracia” no se supo ver, y que es
evidente que distaban mucho de las de Cartagena o incluso Popayán. Pero eran
nuestra historia y una ejemplar respuesta a nuestra geografía.
Al final de Claraboya, la novela finalmente publicada el año pasado, que el muy
joven José Saramago terminó en 1953, apenas pasada la II Guerra Mundial,
Silvestre, uno de sus personajes centrales, se pregunta que para qué construir
ciudades y luego arrasarlas. Es lo que se ha hecho en Cali sistemáticamente desde
finales del siglo XIX, especialmente a mediados del XX, y que continuamos a
inicios del XXI, con el agravante de que las formas de los nuevos edificios,
pretendiendo ser mas llamativas, tienen poca gracia y nada de nobleza.
Puro espectáculo habría dicho Mario
Vargas Llosa en La civilización del
espectáculo (2012) si se hubiera ocupado de esa arquitectura de los últimos
años que justamente se ha llamado “arquitectura espectáculo”. Y el que no la
haya mencionado es muy diciente, pues en estos países la cultura ha sido apenas
lo circunscrito a la literatura, la música o la pintura, en general a las
artes, pero muy poco se ha considerado la arquitectura, precisamente “la madre
de las artes”, como lo sabia cualquier humanista del renacimiento, y menos la ciudad.
Alberti (1404 - 1472), uno de
los humanistas más polifacéticos del Renacimiento, y el primer teórico artístico del mismo, estaba empeñado
en la búsqueda de reglas, teóricas y prácticas, capaces de orientar el trabajo
de artistas y arquitectos. En De re ædificatoria, 1450, subraya la
importancia de saber como mezclar lo antiguo y lo moderno, propugnando por la
praxis con que Filippo
Brunelleschi había iniciado a
principios del siglo XV la nueva arquitectura de esa Edad Moderna que llega aquí
con el “descubrimiento” del Nuevo Mundo.
Según
Alberti, un arquitecto “ha de poseer un espíritu elevado, una inagotable
capacidad de trabajo, la mas rica erudición y un máximo de experiencia, [y]
una seria y bien fundada capacidad de
juicio…” (Kruft, 1985, p.58).
Este enciclopedismo medieval, adoptado por el humanismo, se echa de menos en los que han (des) orientado nuestras
ciudades, que no sabían mezclar lo moderno con lo antiguo, ni ver la nobleza y
gracia de sus comprobadas formas, que es por supuesto como se pueden encontrar
nuevas expresiones propias y apropiadas.
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