Rodrigo de
Bastidas, quien fundo a Santa Marta en 1525, la primera ciudad en lo que sería
la Nueva Granada, era sevillano, y Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de
Bogotá, 1538, era de Córdoba. Igualmente eran andaluces los que con la
religión, la lengua y la arquitectura, como ha señalado Fernando Chueca-Goitia, conquistaron el sur occidente del país: Sebastián de Balcázar, fundador de
Cali, 1536, y Popayán, 1537, nació cerca a Córdoba, y
Jorge Robledo, el de
Cartago en 1540, era de Úbeda, y
desde luego muchos de sus soldados también lo eran, como indican diversos
apellidos actuales.
En el valle del río Cauca dejaron
muchas casas de hacienda y no pocas urbanas, de Santander de Quilichao a
Cartago, pasando por Caloto y Buga, de íntimos patios, largos corredores y
empinadas techumbres ocres sobre blancos muros, igual que en bellas iglesias. Y
el disfrute del agua en acequias, atarjeas y estanques en los que se reflejan
fachadas y arreboles al atardecer, y el ladrillo en suelos y ornamentaciones,
como en la Torre Mudéjar de Cali, que
resurgen en la obra de Rogelio Salmona, luego de admirarlos en Andalucía y el
Magreb después de trabajar para Le Corbusier.
Y el manjar
blanco, cuyos variados nombres en Iberoamérica pretenden ignorar su origen
árabe, y la boruga (leche, limón y panela raspada…y un poco de brandy). Pero,
paradójicamente, la tortilla, el gazpacho y el salmorejo, fueron hechos en
Andalucía después del “descubrimiento” de las papas y tomates americanos, y no
son comunes aquí. Esa “sopa” está fría dicen, como si no pudieran alternar con
el delicioso y caliente sancocho de gallina, ojala correteada, inventado por
esclavas de bella piel aceituna echando en una olla lo que estaba a mano, y
acompañado con agua pues el vino apenas llegó hace poco.
También trajeron
guitarras y hasta hace unos años el cante jondo, el flamenco y las castañuelas
se oían por acá, y aún “Lagrimas negras” de Diego el Cigala llena salas. Y algo
llegaría de Málaga con Picasso, que pese a que ya era admirado en todo el
mundo, fuera tan admirado aquí. Y Manuel de falla, nacido en Cádiz, ciudad
hermana mayor de Cartagena de Indias, y, como no, el granadino Federico García
Lorca, y el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, son también nuestros, y muchas
palabras de origen árabe o árabes mismas, como mas de sesenta de arquitectura.
También los bellos y blancos (no todos
lo son) caballos andaluces, descendientes de Kuhayla (fuerza), Saqlaui (belleza), Muniqui
(rapidez), Hamdani y Habdan, las yeguas árabes preferidas de Mahoma; y el numero cinco, que
entre los extremos y el medio permite un acuerdo. Y los toros, que salvaría el
rejoneo, ya que se podría prescindir de picas y banderillas y hasta de la
muerte del toro, y no en el toreo a pie,
cuya alabanza publica tarde o temprano se debe
prohibir por mas arte que en realidad es, e incluso el toreo mismo, siguiendo a
los andaluces que, dijo Ortega y Gasset,
disminuyen el debe en lugar de aumentar el haber.
Recordar a Juan Ramón Jiménez, que nació en Moguer, a la vera
de Huelva, y recorrió América añorando el paisaje de Platero, aquel burro
famoso, como recuerda el arquitecto José Ramón Moreno. Y volver a Sevilla
“torre de arqueros finos”, Córdoba, con AVE ya no “lejana y sola”, Málaga,
donde “las estrellas no tienen novio”, Cádiz aunque nada diga García
Lorca, y Granada y su entrañable Alhambra, “la más misteriosa y encantadora del mundo musulmán”. Y releer a
Washington Irvin y el Manuscrito carmesí
de Antonio Gala. A Manuel
Machado: Cádiz, salada
claridad; Granada, agua oculta que llora,
romana y mora; Córdoba callada; Málaga
cantaora; Almería dorada y plateado Jaén;
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas.
Y Andaluces de Jaén de Miguel
Hernández.
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