La mezquita de Córdoba, la segunda mas grande
del mundo, “un edificio singular cuya historia abarca un periodo de ocho
siglos”, cómo dice Rafael Moneo (Premio Pritzker de 1996) en La vida de los edificios, 1985, fue
levantada en el año 785 por los conquistadores omeyas, bajo Abderraman I, en el sitio de la basílica
visigótica de San Vicente Mártir, reutilizando sus
materiales. Ampliada varias veces durante el Califato, tras la reconquista de
la ciudad por Fernando III, en 1236, fue intervenida y consagrada como catedral
y, en 1523, se construyó en su interior la Catedral de la Asunción de Nuestra
Señora, un pequeño templo cristiano renacentista.
Ya
inicios del siglo XXI, este monumento de la humanidad, uno de los mas
visitados, es un ejemplo de sostenibilidad de lo urbano arquitectónico. Su
radical cambio de uso -de mezquita musulmana a templo cristiano- no implicó su
demolición total sino, por lo contrario, su uso para potenciar el nuevo templo,
que hoy sirve además de museo y lugar de eventos, como conciertos en los que la
música de Manuel de Falla sin duda suena mas acorde. Como señala Moneo, “los
edificios adquieren importancia cuando completan algo mas amplio que ellos, la
ciudad”.
Pese al conocido comentario del
Emperador Carlos V: “Habéis tomado algo único y lo habéis convertido en algo
mundano” (hay otras versiones), el hecho es que la intervención renacentista en
la mezquita es arquitectónicamente tan lograda que casi no se sabe dónde
comienza pero tampoco se confunde con lo ya existente. Lo que aún es mas
contundente en el Alminar
de San Juan, c. 900, convertido en el campanario de la nueva catedral, que no
solo conserva la denominación islámica de “alminar” en su nuevo nombre
cristiano, y que es un hito de la ciudad hasta hoy.
Demoler edificios públicos en lugar de
reutilizarlos no es apenas un abusivo y equivocado uso de un erario basado en
su mayor parte en el aporte de los contribuyentes, sino una equivocación
cultural y social al borrar de la imagen colectiva de los ciudadanos sus
principales hitos, lo que lleva a que no se identifiquen con su ciudad,
propiciando su mala convivencia, su mal uso del espacio urbano público, el vandalismo
y hasta la violencia misma. Y es aún más
torpe cuando se los demuele para construir a su lado un nuevo edificio para el
mismo uso.
Es el lamentable ejemplo de la nueva
Gobernación del Valle del Cauca, como ya se dijo en esta columna (La peste de
las demoliciones, 1998) que se levantó detrás del Palacio de San Francisco en
lugar de haberlo conservado como parte de la misma, y de paso no alterar la escala
de la pequeña plaza existente enfrente; o del CAM, que se hubiera podido
construir al lado del cuartel del Batallón Pichincha; o el Hotel Alférez Real
que el Municipio adquirió para demolerlo y convertirlo en un mediocre parque
que la ciudad no necesitaba allí. Y aún no saben que hacer con el edificio
“Pielroja”.
El hecho es que utilizar edificios y
casas existentes para refuncionalizarlos no sólo es económicamente viable,
incluso un buen negocio, y socialmente lo indicado, sino que, igual que reutilizar
los desperdicios y sobrantes en lugar de volverlos basura, es un aporte a la
sostenibilidad de las ciudades. Ojala lo entendieran los que insisten en
destruir en lugar de reutilizar lo construido, posible casi siempre, para
beneficio de todos, comenzando por ellos mismos. Contradiciendo a Carlos V
sería convertir algo mundano en algo, si no único, sí sostenible.
Comentarios
Publicar un comentario