La
contundente sentencia de Eugenio d´Ors, “Lo que no es tradición es
plagio”, que
vela desde una pétrea estela en la Puerta de Velázquez del Museo del Prado,
como nos recordó hace unos días Carlos Jiménez en estas páginas, es lo que nos
ayudaría a entender la importancia del patrimonio urbano y arquitectónico
para una ciudad, y en consecuencia la de
que casi todo lo construido sea considerado como tal, en la medida en que sea
tradición y no plagio.
El espacio urbano público, es decir las
calles, plazas y parques de una ciudad, es nada menos que el escenario de la
cultura, como lo dijo Lewis Mumford (La
cultura de la ciudades, 1938) y se repite en esta columna periódicamente.
Son el marco geográfico e histórico que nos permite identificarnos con los
otros y con la ciudad, y además el ambiente físico de la mitad al menos de la
vida cotidiana, e incluso de la que pasamos en las viviendas, cada vez mas
afectadas por los vecinos.
Las
generaciones nacidas en fechas próximas, con educación, influjos
culturales y sociales semejantes, y
comportamientos afines, se suceden mas o menos cada 25
años, por lo que en un lapso de 75 conviven abuelos, hijos y nietos, e incluso
bisnietos. De ahí que el espacio urbano y los edificios que los rodean en la
ciudad en la que crecen deban cambiar apenas lo indispensable a lo largo de un
siglo, para que no sean extraños ni inconvenientes para las generaciones que
siguen.
Es
justamente lo que sucede en las ciudades mas bellas y con mejor calidad de vida
en todas partes. Desde París a Popayán, especialmente en sus centros históricos,
sin llegar al extremo de Venecia o Cartagena, sin duda aún mas bellas pero
perturbadas por el turismo masivo. O Brasilia, cuyo “Plano Piloto” inicial es
Patrimonio de la Humanidad, independientemente de que hoy esté rodeada de
suburbios desordenados.
En
el otro extremo está el caso de ciudades como Cali, casi todas en Latinoamérica
y África, que han crecido mucho y muy rápidamente, a partir de pequeños y
frágiles centros históricos, destruyéndolos como si estuvieran avergonzados de
ellos. Se quedaron sin tradición y abocadas hoy a recurrir al plagio, que por
definición es nómada, pues simplemente la mayoría de sus habitantes no pudieron
conocer su pasado. O no son capaces de imaginarlo.
Plagiar, del
Latín plagiāre (DRAE), es copiar obras ajenas sin considerar
que sean inapropiadas para determinados climas, paisajes y tradiciones. Por lo contrarío, tradición, del latín traditĭo,
-ōnis, es la transmisión de ritos, costumbres, edificios y espacios
urbanos, de generación en generación. Pero sólo puede vivir si se la
copia renovándola, como también lo anotó Jiménez, y que fue lo que hizo Rogelio
Salmona en Bogotá, o Luis Barragán en Ciudad de México, y otros mas.
Como Ricardo Legorreta, muerto
recientemente, el arquitecto mexicano más reconocido en los últimos tiempos,
quien se inicio con Barragán y se distinguió por combinar el modernismo
occidental y la cultura constructiva mexicana. El color, las formas puras, los espacios llenos
de luz y los patios íntimos son distintivos en él, pero fue la manera de ser y
de pensar de los mexicanos, y su estilo de vida, lo que le interesaba,
trabajando en proyectos que guardan una historia; una tradición.
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