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Tres años después. 27.12.2018


De nuevo, y otra vez con la venia de Paul Johnson, quien opina en Al diablo con Picasso, 1997, que no se deben tratar intimidades en las columnas de opinión, me permito contarles, aprovechando que mañana 28 es el día de los inocentes, que de nuevo me encontré con ella, pero esta vez menos gruesa y mas erguida por lo que se veía mas alta y sin duda mucho más célebre. Esta vez caminaba por la Carrera Cuarta hacia la Calle Quince pero más rápido y cantando ya no bajo el sol como la primera vez sino bajo un cielo encapotado y con amenaza de lluvia. Era María, que fue como titulé esta columna el 08/10/2015, escrita de un tirón media hora después de habérmela encontrado hace tres años.
Media cuadra después de la Plaza de Caicedo (de nuevo hay que decir que así está escrito en el pedestal de la estatua del prócer) ya no estaba el hombre muy alto, bien parecido y de profunda mirada, que parecía indio de la India, que la guiaba la primera vez, como desde una torre de control, gritado: ¡ojo con el hueco! ¡para! ¡a la izquierda! ¡sigue adelante! pero si estaban los jubilados que sentados en un antepecho de nuevo se la pasaron de mano en mano, mas ahora ninguno la retuvo coquetamente un instante, y ningún muchacho se atrevió a tomarla del brazo para, sonriendo, pasarla por la Calle 13, y solo cruzó cuando el ruido que algo mermó le dio vía: y que paren los carros ¡carajo!
  Cuando me le acerque para preguntarle de nuevo a la ciega si podía hablarle dos minutos y que para que no se inquietara le dije que era el mismo columnista de El País que le había hablado hace unos años, de nuevo sonrió y me dijo que recordaba mi voz pero que ¡no!, y entonces me desperté: todo había sido un bello sueño…y además estaba en Chicago. De regreso a Cali fui a La Nacional a ver si ya les había llegado el último libro de Leonardo Padura y si ya sabían algo de la estupenda novela de Fernando Aramburu, pues en la “Patria” que nos tocó vivir hay que refugiarse en la lectura y el ejemplar que tenia no lo podía regalar/prestar pues me lo habían regalado la tía Doris el Diciembre pasado en Madrid.
  Personas como María ven mejor esta ciudad que los que no entienden que no hay mas ciego que el que no sabe ver, por la sencilla razón de que ella camina por su Centro, cosa que hace años no hace ningún alcalde que no sonreiría al tropezarse con alguna “muela” de las muchas que dejó su ignorante “modernización” en todas sus calles. Nunca la volvería a ver sino en sueños, lo mismo que la ciudad que insisto en soñar…pero ¡despierto! y por eso escribo; y debo confesar que esta columna la escribí en la terraza de la Casa de la queja un bello y fresco amanecer, antes de viajar, motivado por los que ayudan con alegría, no con interés, y que en esta ciudad sin sueños sacan la cara por Cali.
  Por que lo que si está cada vez mas claro es que para vivir en Cali hay que estarse yendo, como hace años dijo el arquitecto Manuel Lago. Es lo que permite pensar utopías, esas metas en el horizonte que dice Eduardo Galeano (Me caí del mundo y no se como entrar, 2010), como que se use el espacio a los dos lados de la vía férrea para una gran alameda donde María pueda caminar bajo el canto de los pájaros, y que sea con tren, autopista, par vial, amplios andenes con pórticos (los que ya se pedían en las Leyes de los reinos de Indias de 1680) todo un nuevo eje urbano y regional para esta ciudad corrupta, con el que comencé ha soñar en esta columna hace años (Un Metro para medir a Cali, 01/06/1998).


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