Todo comenzó hace miles de millones de años (Juan Luis Arsuaga, Vida, la gran historia, 2019) pero ‘sólo’ hace diez mil aparecieron las ciudades que, con la lengua, son la mayor creación del hombre (Lewis Mumford, La cultura de las ciudades, 1938), las que demandaron murallas (David Frye, La civilización a través de sus fronteras, 2019) y se gobernaron de maneras varias (John Lewis Gaddis, Grandes estrategias, 2019). Y, ya iniciado el Siglo XXI, de nuevo hay que advertir sobre las amenazas que afrontan y que la más grave es el cómo las afectará el cambio climático, y que lo urbano es ahora su mayor causa directa o indirectamente (Manuel Becerra Rodríguez, Nuestro planeta, nuestro futuro, 2019).
Y la pandemia actual ha puesto en evidencia la decisiva relación del ser humano con la lengua y la ciudad, ya que el confinamiento limitó mucho la utilización, y el placer, de una y otra. Lengua, siempre, y ciudad, ahora, impensables sin el ser humano, y definitivamente inseparables. El problema es que en muchas, muchos de sus habitantes aún no son urbanitas: personas que viven acomodadas a los usos y costumbres de las ciudades (DLE), pero es posible que ahora aprendan más y se imaginen un futuro diferente al que deberían ayudar a concretar volviéndose verdaderos ciudadanos que no dejan que sean otros los que siempre decidan, y vale la pena recordar que los griegos llamaban “idiotés” a los que se desatendían de sus ciudades.
Las ciudades (Lewis Mumford, La ciudad en la historia, 1961), las que en el Siglo XXI son ineludibles debido a la sobrepoblación del planeta, además de sostenibles, deben ser contextuales para que puedan ser emocionantes a través de la animación urbana de sus distintos espacios públicos. Las ciudades son lo que se hace en ellas, principiando por la intercomunicación de sus habitantes en sus calles y demás espacios de uso público pero igual en los privados, que lo son en tanto están en las ciudades, y una ciudad desierta está muda, aunque una muy bulliciosa puede ser peor que muda: todo se oye pero poco se escucha y el ruido dificulta mirarla con la atención debida y emocionarse con su belleza, que la tiene en alguna parte.
La lengua (Noam Chomsky, La (des)educación, 2000), sin la que no habría arte ni ciencia, que si bien se pueden realizar individualmente, aunque cada vez menos, no sirven si no se socializan, y sus muchas combinaciones mucho menos. La lengua permite, oral y visualmente, la comunicación entre vecinos, conocidos y desconocidos en las calles, plazas, parques, comercios y sedes de espectáculos, y con los amigos en cafés, bares, cafeterías y restaurantes, o en las casas con nuevos y viejos amigos, lo que es llevar la ciudad a la vivienda, y allí conversar, discutir, reír, comer, beber y fumar finos habanos. Y en las ciudades están, cada vez más, las ayudas ahora imprescindibles para la ciencia y el arte, y que sean útiles a los demás.
Pasada la pandemia quedará la recuperación de la economía y será el momento de no lavarse las manos de nuevo respecto a su directa relación con el cambio climático, y en esta dirección apuntan las actuales críticas al capitalismo salvaje y la importancia de conocer su historia y las posibilidades de corregirlo (Thomas Piketty, Capital e ideología, 2019). Una verdadera socialdemocracia, impuestos progresivos a la renta, el patrimonio y las sucesiones, y sobre todo acceso para todos a una mejor educación política y cultural, y no apenas profesional, que les permita decidir sobre su vida futura en las ciudades, vinculando ser, lengua (ciencia y arte) y ciudad.
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