Así como Magdalena, 2020, de Wade Davis, es clave para entender ‘la esquina privilegiada de América’; Ñamérica, 2021, de Martín Caparrós, lo es para entender esos 19 países que comparten en Latinoamérica una lengua, una historia que no termina y una cultura que gusta sus diferencias. Como señaló Fernando Chueca Goitia (Invariantes castizos de la Arquitectura Española-Invariantes en la Arquitectura Hispanoamericana 1979) junto con la arquitectura, la lengua y la religión fueron las armas de la conquista española de los pueblos que antes habían ocupado este nuevo continente, pasando por el estrecho de Bering hace unos 20.000 años, al que luego trajo esclavos africanos.
El español, o castellano como le dicen en España, es una lengua romance procedente del latín hablado, perteneciente al grupo ibérico de la familia de lenguas indoeuropeas, y es originaria de Castilla, reino medieval de la Península Ibérica (Wikipedia). A inicios del Siglo XXI lo hablan unos 592 millones de personas en todo el mundo, y es la lengua de la gran mayoría de los descendientes mestizos de Hispanoamérica, unos 493 millones, y el portugués, su lengua hermana, lo es del resto de Latinoamérica; ya es la segunda lengua nativa más hablada después del Mandarín, que apenas poco después de mediados del Siglo XX fue la lengua oficial de la República Popular China.
De los 106 Premios Nobel de Literatura que se han concedido en poco más de un siglo, desde 1901 hasta 2022, seis corresponden a Hispanoamérica: en 1945, a Gabriela Mistral (Chile, 1889--1857); en 1967, a Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1899--1974); en 1971, a Pablo Neruda (Chile, 1904--1973); en 1982, a Gabriel García Márquez (Colombia, 1927--2014); en 1990, a Octavio Paz (México, 1914--1998); en 2010, a Mario Vargas Llosa (Perú, 1936). Y están los tres españoles: en 1904, a José Echegaray (1832--1916); en 1922, a Jacinto Benavente (1866--1954); y en 1956, a Juan Ramón Jiménez (1881--1958); y, de 1998, está el premio al portugués de José de Sousa Saramago (1922-2010).
“Ñamérica [es] un arco de 12.000 kilómetros de largo que se extiende de sur a norte o norte a sur, desde Ushuaia hasta Tijuana y viceversa, con un ancho máximo de 2.000 kilómetros desde Valparaíso en Chile hasta el Chuy en Uruguay, y un mínimo de 60 en Panamá –más algunas islas del Caribe […] tendría 12 millones de kilómetros cuadrados y 420 millones de habitantes: poco más que el cinco por ciento de la población del mundo. Sus 19 países irían desde los 2.780 kilómetros de Argentina hasta los 21.000 de El Salvador, desde los 127 millones de personas de México hasta los 3,5 millones de Uruguay: las diferencias son enormes.” (p.27). Igual que las de su pobreza y violencia.
Como dice Caparrós “ya no es esa región rural, casi bucólica, austera y lujuriosa, que aprendimos. Ahora está hecha sobre todo de ciudades mal hechas, tan improvisadas, incapaces de seguir el ritmo de su propio crecimiento, insuficientes para albergar a los millones que se vuelcan en ellas –porque en esas zonas rurales productores de riquezas no sobrevivían, no producían suficiente o, peor todavía, los maltrataban.” (p. 34). Ciudades como México “La […] desbocada”, El Alto “La […] inesperada”, Bogotá “La […] rescatada”, Caracas “La […]herida”, La Habana “La […] detenida”, Buenos Aires “La […] abrumada”, Managua “La […] sacudida”, y Miami “La ciudad capital”.
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