En este país encerrado en si mismo por
altas cordilleras, caudalosos ríos, tupidas selvas y climas en su mayoría
insanos hasta hace poco, hemos oscilado desde antes de la Independencia entre
copiar cosas o ignorar lo que pasa en el resto del mundo. Producto de la
transculturación la imponemos desde adentro o creemos que la podemos evitar con
solo manifestarlo. Caldas inventó aparatos de medición que ya estaban
inventados, e hizo que Humbolt desistiera de que lo acompañara por Suramérica.
El Presidente Caro, que hablaba latín, se preciaba de no haber salido de la
Sabana de Bogotá y no conocer el mar. Preferimos el contrabando a la apertura,
los monopolios a la globalización. Y así. Todo esto está cambiando pero fue lo
que nos definió hasta ahora.
Ignoramos
lo que aun nos puede enseñar la arquitectura colonial española, que es la única
“nuestra”, pero seguimos sin dudarlo lo frívolo y aparente de las imágenes de
las pocas revistas que de allá y otras partes nos llegan. El uso (bienvenido)
del blanco, tradición que habíamos perdido, lo copiamos ahora es de ellas.
Preferimos usar las persianas metálicas de moda a reinterpretar las celosías de
madera de nuestra tradición islámica. Cuando todavía disponemos de maderas
preciosas preferimos el mármol importado. Nos encanta el vidrio, poco
conveniente en estos trópicos tan nuestros, pero no usamos el apropiado ni lo
disponemos apropiadamente. Nos seducen mas las imágenes de lo que remedamos que
el disfrute real de nuestros ambientes únicos en que habitamos. Nos “mata”
imitar imitaciones.
Somos
mezclas recientes (Néstor García Canclini: Culturas híbridas / Estrategias para
entrar y salir de la modernidad) y nuestra cultura, sin añejar, es producto de
barajar culturas. A los climas, paisajes, geologías y usos precolombinos los
españoles sumaron su propia multiplicación cultural de visigodos cristianos y
musulmanes árabes y bereberes, que pronto se mezcló aun mas con culturas varias
del África negra, algunas de ellas también mahometanas. Con la Independencia
llegó la dependencia de lo inglés, y de lo francés otra vez; la primera fue la
de los Borbones y sus reformas del XVIII. Después se sintió algo lo alemán e
incluso lo nazi, pero desde la Segunda Guerra Mundial lo norteamericano lo
acapara casi todo. El suéter desplazo a la ruana y el tejo es como si ya no
existiera. Nos quedan, eso si, el fútbol, que solamente fue bueno cuando era
argentino, y ahora la Formula Uno, que se corre en Europa y otras partes menos
aquí. Y el ajiaco, si, menos mal.
Por supuesto el reto
es vandearse con éxito entre inevitables transculturaciones (el intercambio de
rasgos, costumbres y bienes culturales por la conquista, el comercio y las
comunicaciones) pero buscando que sean de dos sentidos. Ayuda a que las
culturas no se estanquen. Pero hay que evitar en lo posible la dependencia
cultural del Imperio (Franz Fanon: Los condenados de la tierra), mas dañina que
la económica, e incluso que la política en estos tiempos en que su gobierno al
menos no es totalitario, lo que es una importante diferencia. Tenemos que colar
lo externo con el tamiz de su pertinencia aquí y conservar lo de adentro
verdadero con la criba de su actualidad aquí, y allá; y combinarlos para
nosotros con acierto. Es tan suicida ignorar lo de afuera como regodearnos en
lo supuestamente nuestro.
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