Muchas editoriales
presentan en su portada más destacado el nombre de su autor que el título de su
libro; en los créditos de las películas aparece en primer lugar su director,
aunque torpemente las salas de cine en Cali lo omiten en los avisos en la
prensa; composiciones y canciones siempre tienen un autor; y en las artes
visuales ha llegado a ser tan importante el nombre del artista como su arte.
Pero aparte de los edificios más famosos, nunca se sabe quién es el responsable
de los muchos otros que conforman poco a poco las calles de las ciudades; nada
menos.
Los medios nunca mencionan
a los arquitectos de las construcciones de las que supuestamente informan, pero
tampoco se hace en los avisos publicitarios, como ya se dijo en esta columna (Anónimos, 01/04/2004), los que suelen
ser engañosos (viva en medio de la naturaleza) además de que no dan todos los
créditos respectivos. Y desde luego algo sí tendrían que decir las Secretarías
de Planeación de las ciudades y la Sociedad Colombiana de Arquitectos, SCA, de
los profesionales que no respetan las normas o que destruyen el patrimonio,
incumpliendo la ley.
Así las cosas ¿qué hay
detrás de la insistencia en repetir que el confeso autor de la violación y
asesinato de la niña en Bogotá es un arquitecto? ya no dicen tanto que es de
tal universidad, bachiller de tal colegio y socio de tal club, pero no olvidan
nunca lo de arquitecto. Que su hermano sea abogado si puede tener relevancia,
como se ha venido sabiendo, pero lo de arquitecto nada dice. ¿O sí?, entonces
que digan qué conexión podría haber, porque esta vez no se trata del uso
ocasional pero tan equivocado de la prensa de decir “el arquitecto de la
reforma tal y cual…”.
Anónimo, como lo define el
Diccionario de la Lengua Española, DLE, es una persona, especialmente un autor,
de nombre desconocido o que se oculta. Lo que por supuesto es lo que no hacen
nunca las estrellas internacionales de la arquitectura y los que aquí las
imitan, para promocionar su ‘marca’ que es lo que en realidad venden con su
arquitectura espectáculo, y no la sostenibilidad de sus proyectos, en todo
sentido y no apenas su climatización pasiva, ni su respeto con el contexto
urbano en el que otros lo construirán, ni el aporte que le hacen.
Por lo contrario, a muchos
otros arquitectos lo que los inhibe de poner una placa con su nombre, es su
equivocada idea de que no son obras ‘importantes’, cuando nadie les ha pedido
que lo sean y que la gran mayoría de las veces no tienen por que serlo,
justamente. Pero por supuesto todos los edificios la deberían tener indicando
el año de construcción, la Curaduría Urbana que dio el permiso y los nombres de
sus gestores, constructores, interventores y arquitectos, pero estos ni
siquiera aparecen en los pequeños avisos provisionales que dan antes de la
construcción y que nadie pueda leer con facilidad.
En
conclusión, la relación actual entre un Estado ineficiente y corrupto y unos
arquitectos que cada vez son más pero cada vez con menos ética y más estética
copiada, agravada por una ciudadanía que no lo es tal pues carece de cultura
urbana, es muy preocupante para el buen desarrollo de nuestras crecientes ciudades.
La presencia de los arquitectos en ellas es cada vez más pero menos apreciada
como lo que debería ser: el conjunto de los diseñadores de la ciudad,
precisamente lo que recomendaba Jane Jacobs en Muerte y vida de las grandes ciudades, 1961.
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