La Tour Eiffel, símbolo de la Exposición Universal de 1889 en París, de los ingenieros Maurice Koechlin y Émile Nouguier, no hubiera tenido mas gracia que sus famosos 300 metros (después se añadió una antena de 25), sin el arquitecto Stephen Sauvestre quien también trabajaba para Eiffel. No solo rediseñó la silueta de los cuatro soportes que se juntan para alcanzar el cielo, sino que les puso pesadas bases de mampostería y grandes arcos, no estructurales, que además de ser un contrapunto a sus elegantes curvas, aluden a los arcos de triunfo que en Occidente han acompañado los monumentos desde Roma. Belleza clásica que la salvó de su desmantelamiento previsto y la convirtió en símbolo de París pese a la oposición inicial de artistas e intelectuales. Que diferencia con el amasijo de “tirabuzones” de acero rojo que los ingleses van a construir para presidir los Juegos Olímpicos de 2012. Diferencia que no ven los que quieren acabar con la imagen de El Dorado, el aeropuerto insignia de Colombia, porque el negocio no los deja, o porque simplemente no lo ven.
La Arcelor Mittal Orbit, una burda copia de la propuesta de 1920 de Vladimir Tatlin para el monumento a la Tercera Internacional y mas alta que la Tour Eiffel, fue diseñada por el también escultor anglo-indio Anish Kapoor, y será “la torre Eiffel de Londres”, como lo tituló ingenuamente El Tiempo (01/04/2010) aun cuando mide poco mas de la mitad de la París, pues el alcalde Boris Johnson aspira que se convierta después de los juegos en “una visita obligada para los turistas y un motivo más para ir a Londres”. Será financiada por Laksmi Mittal, por supuesto un magnate del acero. Qué diferencia con Alexandre Gustave Eiffel (1832-1923), sin duda hombre sensible además de ilustre ingeniero de estructuras metálicas. Lamentablemente en estos tiempos de arquitectura espectáculo cualquier cosa se puede construir si se cuenta con suficiente dinero. Pero si duda debemos confiar mas en el sentido estético, gemelo del instinto de conservación, pues los sentidos son autónomos (J. Brodsky, Marca de agua, 1993), y por eso mismo el gusto “natural” que regula las artesanías que a su vez alimentan el arte no se debe olvidar, y de ahí el inconveniente de un alcalde insensible y además inculto y más si es inteligente.
Los que deciden la belleza de las obras públicas de las ciudades, con la lengua las dos grandes creaciones del hombre (Mumford, La cultura de las ciudades, 1938), deberían ser ciudadanos cultos en representación de las instituciones pertinentes y mediante concursos de arquitectura, que además son de Ley, con jurados idóneos, algunos permanentes y no de cada Administración. Y no las esposas de los alcaldes como hace unos años en Cali, o como ahora que ni siquiera se sabe quien adjudicó a dedo el diseño de las 21 “megaobras”, muchas de las cuales necesitan, como la Tour Eiffel, arquitecto y no apenas ingenieros. No podemos esperar a que todos nuestros alcaldes sean como Pericles ni sus asesores como Fidias, al que le asigno la reconstrucción de la Acrópolis de Atenas (460-430 a. C.), ni como Imhotep, Administrador de las obras reales del Faraón Zoser e inventor de la pirámide escalonada de Saqqara (c. 2650 aC.) y además médico (lo que nos debería dar alguna esperanza), pero sí que al menos sepan de ellos y vean la diferencia entre la Tour Eiffel y la Orbit Tower.
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