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¿Cómo la recuerda? 03.05.2018


            Dice Leonardo Padura en La novela de mi vida, 2002, que “la magia de La Habana brota de su olor [y] que posee una luz propia [y] un colorido exultante, que la distingue entre mil ciudades del mundo [y] la hace permanecer viva en el recuerdo.” (p.19). Sin duda tiene magia pero no es tan fácil recordar su olor, como tampoco el de otras ciudades: Sevilla a azahar, París a croissant, Estambul a especias y Nueva York a lo que uno quiera, aunque si es posible imaginarse el aroma de La Alhambra, de viandas ricas y bellas y sabrosas odaliscas moviéndose como caleñas al ritmo de laudes invisibles, y el muy fétido de las profundas mazmorras excavadas en la tierra, o no olvidar nunca el de Fez a cuero,
          Más que los olores, los colores revelan que se está en Nueva York, Londres, Bruselas, La Haya, Berlín, París, Roma, Lisboa, Madrid, Atenas, Praga, Budapest o Estambul y no en Sevilla, señala Juliana González-Rivera, en El color de las ciudades, 2012. O en Mequínez, Rabat o Casablanca que también es blanca, claro está, como Granada, aunque al-Hamra es “la fortaleza roja”, y Marrakech ya comienza a ser rojiza. Bogotá, por partes es roja o gris, mas siempre con el verde de sus cerros. Chef Chauen, en Marruecos es de un azul intenso, el amarillo de Izamal sorprende. Panamá o Caracas los tienen diferentes por sectores, mientras que Quito y Popayán son sobre todo blancas. Pero ¿a qué huelen estas ciudades?
            Cali cuenta con el verde muy variado de su entorno natural, que en el sur del país es de todos los colores, como dijo el poeta Aurelio Arturo (1963), y el tinte azul pálido del cielo y las nubecillas de oro del valle del río Cauca son “como las gasas del turbante de una bailarina” que menciona Jorge Isaacs (1867), y hay coloridos y bellos arreboles en su muy corto atardecer cuando el Sol se oculta rápidamente detrás de la muy alta cordillera. ¿Pero a qué huele hoy Cali? Por supuesto está llena de olores feos y ya El centenario no huele rico pues perdió los tulipanes africanos que lo generaban, y que pese a que hay muchos árboles en otras calles y parques, por su variedad no son el olor de un barrio ni de la ciudad.
            El caso es que la arquitectura presenta olores, asociados a descripciones populares, como por ejemplo olor "a flores", "a tierra mojada", “a encierro”, “a húmedo”, “a guardado”, “a sucio”, “a pino”, “a limpio”, “a iglesia”, diferencias fáciles de comprobar, y que sirven para describir ciertos olores propios de edificios y ciudades. Y están los específicos de las cocinas; pero mientras nuestra arquitectura tradicional colonial tiene su origen en la hispanomusulmana que llego con los conquistadores, la cocina regional es de nativos y esclavos africanos y con productos americanos que se echan a hervir en una olla de barro y se acompañan con champús (y mejor con hielo y algo de aguardiente blanco).
            Pero lo que también se heredó junto con la arquitectura fue el vergel, aunque poco utilicemos la palabra, como tampoco “puntal” que si usa Padura (p. 167), pese a que son castizas y bonitas, que es la distancia del suelo al cielo de un recinto, lo que por supuesto tiene que ver con cómo se sienten sus colores, sonidos y olores. En el vergel, como lo eran muchos solares de las casas urbanas coloniales, los aromas de arboles frutales de variados verdes, de las flores de tantos colores y de los animales domésticos, primaban sobre el de las letrinas, olor que no existía cuando una sonora acequia pasaba por debajo de los inodoros en las casas de hacienda del piedemonte del valle del río Cauca, y con vista a él.

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