Dice Leonardo Padura en La novela de mi vida, 2002, que “la
magia de La Habana brota de su olor [y] que posee una luz propia [y] un
colorido exultante, que la distingue entre mil ciudades del mundo [y] la hace
permanecer viva en el recuerdo.” (p.19). Sin duda tiene magia pero no es tan
fácil recordar su olor, como tampoco el de otras ciudades: Sevilla a azahar,
París a croissant, Estambul a especias y Nueva York a lo que uno quiera, aunque
si es posible imaginarse el aroma de La Alhambra, de viandas ricas y bellas y
sabrosas odaliscas moviéndose como caleñas al ritmo de laudes invisibles, y el
muy fétido de las profundas mazmorras excavadas en la tierra, o no olvidar nunca el de Fez a cuero,
Más que los olores, los colores
revelan que se está en Nueva York, Londres, Bruselas, La Haya,
Berlín, París, Roma, Lisboa, Madrid, Atenas, Praga, Budapest o Estambul y no en
Sevilla, señala
Juliana González-Rivera,
en El color de las ciudades, 2012. O
en Mequínez, Rabat o Casablanca que también es blanca, claro
está, como Granada, aunque al-Hamra
es “la fortaleza roja”, y Marrakech
ya comienza a ser rojiza. Bogotá, por partes es roja o gris, mas siempre con el
verde de sus cerros. Chef Chauen, en Marruecos es de un azul intenso, el
amarillo de Izamal sorprende. Panamá o Caracas los
tienen diferentes por sectores, mientras que Quito y Popayán son sobre todo
blancas. Pero ¿a qué huelen estas ciudades?
Cali cuenta con el verde muy variado
de su entorno natural, que en el sur del país es de todos los colores, como
dijo el poeta Aurelio Arturo (1963), y el tinte azul pálido del cielo y las
nubecillas de oro del valle del río Cauca son “como las gasas del turbante de
una bailarina” que menciona Jorge Isaacs (1867), y hay coloridos y bellos arreboles
en su muy corto atardecer cuando el Sol se oculta rápidamente detrás de la muy
alta cordillera. ¿Pero a qué huele hoy Cali? Por supuesto está llena de olores
feos y ya El centenario no huele rico pues perdió los tulipanes africanos que
lo generaban, y que pese a que hay muchos árboles en otras calles y parques,
por su variedad no son el olor de un barrio ni de la ciudad.
El caso es que la arquitectura
presenta olores, asociados a descripciones populares, como por ejemplo olor
"a flores", "a tierra mojada", “a encierro”, “a húmedo”, “a
guardado”, “a sucio”, “a pino”, “a limpio”, “a iglesia”, diferencias fáciles de
comprobar, y que sirven para describir ciertos olores propios de edificios y
ciudades. Y están los específicos de las cocinas; pero mientras nuestra
arquitectura tradicional colonial tiene su origen en la hispanomusulmana que
llego con los conquistadores, la cocina regional es de nativos y esclavos
africanos y con productos americanos que se echan a hervir en una olla de barro
y se acompañan con champús (y mejor con hielo y algo de aguardiente blanco).
Pero lo que también se heredó junto
con la arquitectura fue el vergel, aunque poco utilicemos la palabra, como
tampoco “puntal” que si usa Padura (p. 167), pese a que son castizas y bonitas,
que es la distancia del suelo al cielo de un recinto, lo que por supuesto tiene
que ver con cómo se sienten sus colores, sonidos y olores. En el vergel, como
lo eran muchos solares de las casas urbanas coloniales, los aromas de arboles
frutales de variados verdes, de las flores de tantos colores y de los animales
domésticos, primaban sobre el de las letrinas, olor que no existía cuando una
sonora acequia pasaba por debajo de los inodoros en las casas de hacienda del
piedemonte del valle del río Cauca, y con vista a él.
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